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Lonquén: el fin del adjetivo “presunto”

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El 1 de diciembre de 1978, la Vicaría de la Solidaridad anunció el hallazgo de quince cadáveres en unos hornos de Lonquén. Pronto se supo que los cuerpos correspondían a un grupo de detenidos desaparecidos de Isla de Maipo. Ese hecho, en el que se basó el primer capítulo de Los archivos del cardenal, demolió la versión oficial de la dictadura, que negaba la existencia de desaparecidos. Miembros de una discreta comisión convocada por el cardenal Silva Henríquez y ex funcionarios de la Vicaría reconstruyen aquí uno de los hechos más relevantes en la historia del organismo.

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braham Santibáñez, subdirector de la revista Hoy, recibió una llamada de la Vicaría pidiéndole que se presentara en el edificio de Plaza de Armas de inmediato, pues debían entregarle una información importante. Ese caluroso noviembre de 1978, el país estaba bajo estado de emergencia y la única revista opositora con permiso para circular era Hoy. Santibáñez no hizo más preguntas y enfiló desde Providencia hacia la casona que ocupaba la Vicaría de la Solidaridad junto a la Catedral Metropolitana de Santiago.

Jaime Martínez, el director de la revista Qué Pasa, recibió un llamado similar. Máximo Pacheco, ex ministro de Justicia de Eduardo Frei Montalva y ex parlamentario, entonces vicepresidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, también fue convocado. En la Vicaría, los tres se encontraron con el obispo auxiliar de Santiago, Enrique Alvear, y con el vicario, Cristián Precht. Allí se les explicó que si aceptaban quedarse recibirían una información confidencial, respecto de la cual debían mantener estricto secreto a la espera de que se presentara una denuncia formal. Todos asintieron y la puerta se cerró. Según recuerda María Luisa Sepúlveda, entonces asistente social de la Vicaría y hoy presidenta del directorio de la Fundación Museo de la Memoria, se les contó del hallazgo de osamentas y se les pidió que constituyeran una comisión de hombres buenos para verificar la información. La petición fue que partieran de inmediato al sitio de los hechos, en autos de funcionarios de la Vicaría.

«Quisimos constituir una comisión que tuviera credibilidad frente a cualquier tribunal», cuenta Javier Luis Egaña, entonces secretario ejecutivo de la Vicaría.

Augusto Góngora, quien era director de la revista Solidaridad (de la Vicaría), recuerda que para las autoridades de la institución eclesiástica era muy importante la presencia de Martínez en el grupo: «A mí me impresionó mucho que él accediera. Qué Pasa era una revista de derecha y suponíamos que las ideas políticas de Martínez eran proclives al régimen. Sin embargo, yo creo que él actuó motivado por un sentido ético superior. No podía sustraerse de una denuncia de esa magnitud. Creo que además influyó su formación de periodista».

Abraham Santibáñez recuerda que quiso llamar a Hoy para avisar que se demoraría, pero se lo impidieron. «Les dijimos que no se preocuparan, que eso lo haríamos nosotros», recuerda Egaña.

El cometido tenía una importancia trascendental porque, hasta entonces, las denuncias sobre detenidos desaparecidos habían sido descalificadas oficialmente, tanto en Chile como en foros internacionales. En 1975, por ejemplo, el embajador chileno ante la ONU, Sergio Diez, había puesto en duda la existencia de personas cuya desaparición se había denunciado ante los tribunales. La propia Corte Suprema había cuestionado las identidades de los prisioneros. Y el Ministerio del Interior emitía rutinariamente informes negando que los desaparecidos hubieran sido alguna vez detenidos por los servicios de seguridad.

Un anciano con un cucalón
La primera semana de noviembre de 1978, un «anciano extravagante, con un cucalón en la cabeza, barba crecida y botas altas» se presentó en las oficinas de la Vicaría. Quería hacer una denuncia sobre restos humanos que había encontrado en Lonquén, a condición de que se reservara su identidad. Lo atendió el sacerdote Gonzalo Aguirre, quien tenía una oficina habilitada para recibir denuncias.

Inocencio de los Ángeles confidenció que era un campesino, un ermitaño, que vivía en las cercanías de los hornos de cal de Lonquén. En los días posteriores al golpe de Estado, había escuchado disparos y el ruido de bultos cayendo en los enormes socavones de piedra. Estaba convencido de que allí había unos ciento cincuenta cuerpos.

Gonzalo Aguirre viajó al lugar con Inocencio y encontró restos óseos. No obstante, en la Vicaría se tomó la decisión de postergar nuevas acciones hasta que culminara la realización del simposio «La dignidad del hombre: sus derechos y deberes en el mundo de hoy», que había organizado la Iglesia y que se celebraba en Santiago para conmemorar el Año Internacional por los Derechos Humanos. A esa reunión, de carácter ecuménico y laico, concurrían las más altas autoridades en materia de derechos humanos de Naciones Unidas, la OEA, organismos internacionales y un enviado especial del Vaticano.

«Era el primer encuentro de estas características en Latinoamérica [desde el comienzo de las dictaduras militares], y la trascendencia de los invitados era tal que las gestiones para evitar su realización no prosperaron», recuerda Enrique Palet, por aquel entonces integrante de un comité de asesores del vicario Cristián Precht y del comité patrocinador del simposio.

El encuentro no estuvo ajeno a las vicisitudes. La idea original era que se desarrollara íntegramente en la Catedral. Con ese objetivo se retiró el altar, se movieron los escaños y se instalaron escritorios y mesas de trabajo. Detrás, en el presbiterio, colgaba a todo lo ancho un cartel que decía: «TODO HOMBRE TIENE DERECHO A SER PERSONA». Cuarenta y ocho horas antes de que comenzara, el cardenal Raúl Silva Henríquez citó a los organizadores para analizar la suspensión del simposio, pues el Cabildo de Santiago –la entidad eclesiástica que administra la Catedral– se oponía al uso del templo para ese fin. El Gobierno había ofrecido el edificio Diego Portales, pero ya el cardenal lo había rechazado, por razones obvias.

«Siempre me va a pesar lo duros que fuimos con él. Unánimemente nos opusimos a la suspensión. El cardenal nos dijo que tenía responsabilidades como pastor y que, aun a pesar de su sentir personal, debía negar el uso de la Catedral, salvo para el acto inaugural y el de clausura. Todavía me acuerdo de que, cuando terminó la reunión, lo vi marcharse caminando solo por el pasillo de la Vicaría, con el sombrero en la mano. Qué injustos fuimos. Con todo lo que él había hecho», relata Palet.

Repuestos de la mala noticia, los organizadores transformaron el interior de la Vicaría para convertirlo en un centro de eventos. El cartel tras el altar de la Catedral quedó allí toda la semana. En la ceremonia de inauguración del simposio se presentó la Cantata de los derechos humanos, compuesta por el sacerdote Esteban Gumucio en los textos y Alejandro Guarello en la música: «… Pero vino Caín y fue de noche. Cual fiera se lanzó contra su hermano», rezaba un verso de la obra. En los pasajes narrados, la voz de Roberto Parada tronaba en la Catedral.

Destapar el hallazgo de las osamentas en medio del simposio hubiera tenido un impacto mundial. Pero en la Vicaría temieron que la dictadura los acusara de orquestar un montaje.

«Nos dijimos: “Nos van a sacar la mugre”. Era la primera demostración de que los detenidos desaparecidos existían y de que ya no se podía seguir hablando de “presuntos”», explica Egaña.

María Luisa Sepúlveda recuerda que «fue muy angustiante guardarnos la información y manejar la seguridad del lugar. El simposio había empezado en abril con discusiones en organizaciones de base sobre los derechos humanos en los distintos ámbitos, en un momento en que nadie podía hacer nada, y las autoridades internacionales venían a reunirse con esas mesas de trabajo para debatir sobre sus conclusiones. No queríamos hacer nada que arriesgara ese trabajo que había costado tanto, ni que la denuncia terminara en un show y nos robaran los cuerpos».

Ya les había pasado con los ejecutados en la Cuesta de Chada, en 1974. Tras recibir la denuncia sobre la aparición de una veintena de cuerpos, los funcionarios de la Vicaría llegaron al lugar solo para descubrir que habían sido retirados. «Vinimos a encontrarlos en 1990, como osamentas arrumadas en el Servicio Médico Legal», cuenta María Luisa Sepúlveda.

El simposio terminó el 25 de noviembre, pero el último delegado se fue de Chile el 29. Recién entonces se sintió libre la Vicaría para proceder a tratar el caso Lonquén. Solo un puñado de los asistentes a la asamblea fue advertido para que estuviera atento a los sucesos posteriores a su partida.

Un catre
Abraham Santibáñez relata que al llegar al sitio los esperaba un grupo de seminaristas con chuzos y palas, para ayudarlos en la tarea. Primero se intentó entrar en los hornos, que tenían forma de embudo, por arriba. Pero una sólida losa de cemento lo impidió. Entonces lo intentaron por un socavón que se abría en la base. Era un espacio en forma de tubo, que se iba estrechando y que obligó a los testigos a reptar e introducirse por un pequeño boquete que al fin se abría por debajo de los hornos. La luz no entraba por ninguna parte y tuvieron que encender antorchas con papel de diario para iluminar y mirar hacia arriba.

«Había una rejilla metálica, como la de un somier, que había quedado atravesada sobre nuestras cabezas y sobre ella se veían calaveras amarillentas, con restos de cabellos, retazos de ropa, huesos largos», describe Santibáñez.

Máximo Pacheco contó en una entrevista: «Comenzamos a abrir el horno por abajo y de repente sale una calavera. Y después, un hueso, otro hueso y otro hueso. Yo creí que me desmayaba. Nunca en mi vida había visto una cosa semejante».

Pacheco recuerda que el calor era insoportable y que a la sombra de un arbolito hizo un alto para reponerse junto al obispo Alvear. Santibáñez agrega que «alguien sugirió, contra toda ortodoxia, que había que llevarse algunos huesos, por la eventualidad de que tras nuestra partida vinieran a llevárselos. Y así se hizo».

El 1 de diciembre de 1978, los más altos funcionarios de la Vicaría de la Solidaridad, junto a Máximo Pacheco y al obispo Alvear, se presentaron en la Corte Suprema para presentar la denuncia y pedir una investigación. Los recibió el presidente, Israel Bórquez, quien tiempo antes había declarado estar «curco» con las denuncias sobre detenidos desaparecidos.

«Nos dijo: “¿Ustedes creen que si en el jardín de su casa ustedes hacen un hoyo y sale un hueso es suficiente para venir a molestar a la Corte Suprema?”. Yo le dije: “Señor, no es ese el caso. Y esta denuncia no es a usted, sino a la Corte, y yo quisiera que usted la presentara (al Pleno de la Corte)», relata Pacheco en la entrevista citada.

Bórquez enrostró al obispo Alvear que había sido un error presentar la denuncia con el patrocinio de Pacheco y Alejandro González (entonces jefe jurídico de la Vicaría), pues estos habían sido ministro y subsecretario de Justicia del Presidente Eduardo Frei Montalva, respectivamente, y para el juez eso significaba que eran políticos del nefasto viejo régimen; pero accedió a presentarla ante el Pleno. Pocas horas más tarde, la Corte Suprema ordenó a la jueza de Talagante iniciar la investigación.

La identificación
El 6 de diciembre el ministro Adolfo Bañados fue nombrado para investigar en calidad de ministro en visita. La noticia, que la Vicaría compartió con las familias que hasta entonces buscaban a los desaparecidos aún con la esperanza de que estuvieran vivos, desató una ola de ansiedad entre los parientes.

«Todos pensaban que podían ser sus familiares. Nosotros sospechábamos, por la denuncia inicial, que podría haber unos cien cuerpos y pensábamos que podían corresponder a hechos posteriores, tal vez a los 119 de la DINA”», afirma María Luisa Sepúlveda.

Los familiares de los desaparecidos empezaron a llegar a Lonquén mientras las asistentes sociales de la Vicaría, junto al sicólogo Sergio Lucero, intentaban contener su angustia en las oficinas de la Vicaría.

«No había entre nosotros nadie con experiencia forense, y el Instituto Médico Legal estaba controlado por la dictadura. Con la ayuda de un abogado de la Universidad de Chile empezamos a construir fichas antropomórficas de las víctimas. Hay que recordar que hasta entonces las familias los buscaban vivos. Nosotros tuvimos que empezar a preguntarles por la estatura, si habían tenido lesiones, si tenían fichas dentales, qué ropa usaban. No todos tenían fotos. En ese tiempo mucha gente se hacía la ropa: empezaron a llegar con botones, trozos de tela. Fue muy duro, muy duro», dice María Luisa Sepúlveda.

La primera noticia que ayudó a aclarar el puzle fue saber que los cuerpos eran solo quince. Y más tarde, ya en febrero de 1979, la boleta de una fuente de soda de Isla de Maipo que apareció en una de las chaquetas recuperadas de los hornos. Recién entonces la búsqueda se centró en los familiares de Isla de Maipo. Se trataba de varones de tres familias de campesinos que trabajaban en el fundo Naguayán, y de cuatro jóvenes capturados en la plaza de Isla de Maipo: Sergio Maureira Lillo, de 46 años, detenido junto a sus hijos Sergio Miguel (27), José Manuel (26), Rodolfo Antonio (22) y Segundo Armando (24); Enrique René Astudillo Alvarez (51), junto a sus hijos Ramón (27) y Omar (19); Carlos Segundo Hernández Flores (39 años), junto a sus hermanos Nelson (32) y Óscar (30). Los muchachos capturados en la plaza de Isla de Maipo eran Iván Ordóñez Lama, de 17 años, y sus amigos José Herrera Villegas (17), Miguel Brant Bustamante (19) y Manuel Navarro Salinas (20).

Todos ellos habían sido detenidos el 7 de octubre de 1973 por una patrulla de siete carabineros bajo órdenes del teniente Lautaro Castro Mendoza. A cargo de la patrulla iba Pablo Ñancupil, quien conocía personalmente a varias de las víctimas. Tras la desaparición del grupo, sus familiares habían recibido informaciones contradictorias sobre su paradero y recorrido los centros de detención de Santiago y sus alrededores, hasta que en 1975 Sergio Diez dijo ante Naciones Unidas que «muchos de los presuntos desaparecidos no tienen existencia legal». El embajador chileno entregó entonces un listado entre los cuales figuraban ocho de los desaparecidos de Isla de Maipo: a Sergio Maureira lo había puesto en un listado de nombres ficticios y a otros siete los dio por encontrados muertos en el Servicio Médico Legal.

Las familias en Chile se desesperaron con la noticia, pero no recibieron ninguna confirmación sobre los decesos hasta que ese verano de 1978-1979 –poco después del hallazgo en los hornos de Lonquén– fueron convocadas a la Vicaría para entregar los antecedentes para las fichas de sus familiares desaparecidos. María Luisa Sepúlveda recuerda que Rosario Rojas, la esposa de Enrique Astudillo y madre de Ramón y Omar, lucía una trenza que prometió no cortar hasta que encontrara a los suyos.

Uno a uno, los parientes de Isla de Maipo tuvieron que enfrentarse en la morgue a la tarea de reconocer a sus parientes por la ropa que usaban el día de su desaparición.

Eran ellos. Rosario se cortó la trenza.

Retiro de televisores
El hallazgo de los cadáveres de los quince detenidos desaparecidos de Isla de Maipo no solo desmintió, en los hechos, la versión entregada por el embajador Diez ante las Naciones Unidas. También demolió el calificativo de «presuntos» detenidos desaparecidos, utilizado por las autoridades del régimen, la justicia y la prensa oficialista de la época.

El ministro Bañados, además, tuvo la audacia de dar por acreditados los crímenes y de detener y procesar a los carabineros antes de inhabilitarse y traspasar el caso a la justicia militar, el 4 de abril de 1979. En agosto, el fiscal militar Gonzalo Salazar aplicó la ley de amnistía, liberando a los inculpados. Con no pocas dificultades, los abogados de la Vicaría lograron que el fiscal Salazar firmara la orden de entrega del cuerpo de Sergio Maureira, y con esa notificación se organizó el velorio en la iglesia Recoleta Franciscana, el 14 de septiembre.

Cuatro mil personas se congregaron a la espera de que los cuerpos fueran entregados para realizar la misa fúnebre y enterrarlos en el Cementerio General.

«Nos habíamos organizado. Unos esperaban en el Médico Legal. Yo me iba de la iglesia de la Recoleta a la Vicaría, para llamar. Pasó mucho tiempo, pero nunca nos dijeron que había problemas. La iglesia estaba repleta, con gente de a pie. Muchos vinieron de lejos, con mucho esfuerzo. Cuando nos dijeron que no iban a entregar los cuerpos fue muy fuerte», relata María Luisa Sepúlveda.

«Fue un grito de llanto estremecedor. Todavía lo tengo aquí», dice Góngora como tapándose los oídos. «La gente se desmayaba, gritaba. Se sintió un movimiento de toda la iglesia, como que todos sintieron el instinto de abrazar a los familiares. Con todo lo que les habían hecho. Fue una crueldad que nunca nos imaginamos posible».

Funcionarios del Instituto Médico Legal habían retirado los cuerpos durante la noche y habían volcado las osamentas, mezcladas, en una fosa común en el cementerio de Isla de Maipo. El cuerpo de Sergio Maureira, el único oficialmente identificado por la fiscalía, fue enterrado en un cajón en una sepultura de tierra.

Abraham Santibáñez repara en el hecho de que negar la sepultura no cumplía ningún objetivo judicial, puesto que los restos ya habían sido identificados y los autores habían sido amnistiados. Los cuerpos, como evidencia, ya no podían inculpar a nadie.

Javier Luis Egaña no tiene dudas de que la orden provino de un nivel superior. «Fue una maldad sin nombre, de un profundo desprecio por la dignidad humana. Aunque no dudo de que había funcionarios descriteriados en el nivel intermedio, una cosa de esa magnitud requirió consulta a los más altos niveles. Fue una decisión tomada fríamente».

Los familiares de detenidos desaparecidos hicieron huelgas de hambre y el Arzobispado de Santiago solicitó la entrega de los cuerpos a los familiares. Lo mismo hicieron numerosas entidades nacionales e internacionales. Pero el ministro del Interior, Sergio Fernández, y las demás autoridades se mantuvieron inmutables. Ya en marzo de 1979 Fernández había rechazado el contenido de una carta firmada por más de cuarenta personalidades, entre ellas varios Premios Nacionales, Patricio Aylwin, Jaime Castillo Velasco y los hermanos Zaldívar. Los firmantes pedían que se investigaran las responsabilidades políticas en los casos por el asesinato de Orlando Letelier y las desapariciones de Isla de Maipo.

Esta fue, en parte, la respuesta del Ministerio conducido por Fernández: «Frente a tan lastimosas actitudes, el Ministerio del Interior no puede sino descalificar en forma absoluta y categórica la referida declaración, tan falsa como inoportuna y lesiva para el honor de Chile y sus instituciones, que solo ha sido fraguada por la desesperación de quienes ya nada pueden contra el avance de toda la nación, entregada por entero a trabajar honesta y lealmente por su propio desarrollo y que repudia a quienes, sin detenerse en ninguna clase de contubernios, pretenden retornar al caos, la anarquía y la demagogia».

María Luisa Sepúlveda recuerda que procesos judiciales posteriores revelaron que en diciembre de 1978, tras la aparición de los cuerpos en Lonquén, Augusto Pinochet dio la orden para que los regimientos a lo largo de todo el país realizaran la operación llamada «Retiro de televisores». Era la orden para desenterrar y deshacerse de los cuerpos de desaparecidos que habían sido ocultados en fosas clandestinas como las de Lonquén.

Epílogo
Los familiares de los desaparecidos de Isla de Maipo no dejarían de sufrir. Mientras duró la dictadura, no pudieron recuperar los cuerpos de sus familiares. Los hornos fueron comprados por un particular, dinamitados y cerrados al público. Los carabineros procesados por Bañados salieron en libertad y los civiles que instigaron el crimen de los campesinos nunca enfrentaron un juicio. Un proceso que busca establecer estas responsabilidades sigue abierto en la Corte de Apelaciones de San Miguel.

En cuanto a los restos, Emilio Astudillo, hoy concejal por Isla de Maipo, relata que en 2006, y pese a las dudas en el propio seno de la agrupación de familiares, decidieron pedir una exhumación para lograr la identificación plena de sus seres queridos. Cuatro años tardaron los expertos nacionales e internacionales –contratados por el Gobierno tras el escándalo por las identificaciones erróneas en el Patio 29– en dar certeza de la identidad de trece de las quince osamentas que se retiraron mezcladas de aquella fosa común. Dos víctimas aún esperan peritajes para su pleno reconocimiento. Como resultado de esas investigaciones científicas, los familiares confirmaron que los campesinos fueron asesinados a golpes y culatazos, y lanzados atados a los hornos.

Astudillo relata, a los pies del pequeño memorial creado con mucho esfuerzo y dificultades en el cementerio de Isla de Maipo, que recién en marzo de 2010 los familiares recibieron una muestra de las osamentas para sepultarlas en ataúdes poco más grandes que una caja de zapatos. Al fin pudieron despedirse de ellos, aunque algunos, como su madre (la mujer en que se inspiró el personaje que interpreta Luz Jiménez en el primer capítulo de Los archivos del cardenal) no soportó la espera de treinta y siete años. Rosario Rojas murió poco después de dar la muestra de ADN que confirmó que su marido y dos de sus doce hijos fueron asesinados por causa de un odio que nunca alcanzó a comprender.


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