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El miedo a Tucapel

por Alejandra Matus

El Miedo a Tucapel

En febrero de 1982, un grupo operativo de la Dirección de Inteligencia del Ejército disparó cinco veces en la cabeza y luego degolló al líder sindical Tucapel Jiménez. El dirigente –cuyo asesinato se abordó en el octavo capítulo de Los archivos del cardenal– se había convertido en una amenaza para el régimen por su capacidad movilizadora, sus acercamientos al general Gustavo Leigh y sus poderosos aliados en Estados Unidos.

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ucapel Jiménez Alfaro era un hombre de rutinas. Todos los días salía de su casa a la misma hora. Todos los días volvía a almorzar. Desde su vivienda en la Villa España, en Renca, a la ANEF en el centro, hacía siempre el mismo recorrido. Cada domingo se ponía corbata. Seguirlo debe haber sido cosa fácil. Nunca conducía a más de 40 kilómetros por hora.

Jiménez, elegido presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales en forma ininterrumpida desde 1963, era un hombre de carácter fuerte y a la vez simpático y campechano. Un gran articulador, capaz de dialogar con moros y cristianos. Como dirigente, se peleó con Eduardo Frei Montalva y con Salvador Allende en sus respectivos gobiernos. Sus críticas a la Unidad Popular casi le cuestan la expulsión del Partido Radical. Partió apoyando el golpe de Estado, pues creyó en las promesas que se le hicieron de mejorar la condición de los empleados públicos, pero en cuanto el modelo económico adoptado por el régimen comenzó a golpear a sus representados se tornó en contra. Un mes después de la muerte de Frei Montalva, este hombre que no era ni marxista ni opositor clandestino fue asesinado. ¿Por qué?

El aliado
En 1974, Tucapel Jiménez aceptó asistir a la asamblea anual de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra, junto a los dirigentes Eduardo Ríos, Guillermo Medina, Federico Mujica y Ernesto Vogel. Los acompañaron los delegados empresariales y los de gobierno. En esa oportunidad, Ríos, quien encabezaba la delegación, dijo, con el consentimiento de los demás dirigentes, que «el gobierno de Allende (…) interrumpió más de cuarenta años de vida institucional y democrática para ahondar la miseria del pueblo chileno».

Vogel, entonces dirigente de los ferroviarios, entrevistado para este reportaje, rechaza que los dirigentes hayan defendido a la dictadura ante la OIT: «El ministro del Trabajo, un general de Carabineros, citó a varios dirigentes y nos dijo: “La próxima semana parten a Ginebra”, aunque nadie lo había solicitado. Le manifestamos que teníamos que consultar con nuestras directivas. Hubo votaciones y con autorización de nuestras organizaciones aceptamos. Allá hicimos declaraciones sobre lo que estaba ocurriendo en Chile: que se había disuelto la CUT, que había persecuciones. Incluso después nos detuvieron por no asistir a los actos de conmemoración del golpe en el Diego Portales».

No obstante, el respaldo inicial de Tucapel Jiménez a las nuevas autoridades quedó plasmado en una entrevista que concedió en noviembre de 1974. «Ahora se habla con claridad y franqueza. Nuestros planteamientos son analizados y obtenemos respuestas en plazos brevísimos (…) Existe plena libertad para reuniones y para discutir los problemas», decía.

Y sobre Ginebra: «Nosotros nos jugamos enteros por que viniera una comisión a Chile que pudiera ver en el terreno, objetivamente, la verdadera realidad sindical que vivimos». Es verdad, decía, que transitoriamente las elecciones y las negociaciones colectivas se hallaban suspendidas. «Por el momento, hacer una elección es volver a la chuchoca política, al chantaje político».

Tucapel Jiménez confiaba en que las demandas de los empleados públicos serían atendidas, como se le había prometido. Pero paulatinamente comenzó a caer en cuenta de que eso no sucedería.

El miedo al boicot
Jiménez empezó a trabajar a los dieciséis años cargando sacos en lavaderos de oro. En 1944 entró al servicio público y pronto se convirtió en dirigente. Sin embargo, nunca dejó de cumplir con sus labores por atender sus responsabilidades como sindicalista. «Mi papá era dirigente solo después de las cinco de la tarde y durante las vacaciones. Nunca en horario de trabajo», recuerda su hijo, el actual diputado del PPD Tucapel Jiménez Fuentes.

Era un hombre austero a quien su mujer le cosía la ropa. «En los tiempos de la dictadura debe haber ganado unos 700 u 800 mil pesos de hoy, pero no lucían, porque era muy desprendido. Recuerdo que un día regaló mi bicicleta a un niño que no tenía, y cuando protesté me dijo: “Pero, hijo, si a ti te puedo comprar otra”. “Ya, pero cuándo”, me quejaba yo».

El sindicalismo chileno había sido duramente castigado por la represión y las organizaciones subsistentes estaban divididas, entre otros asuntos, respecto de si aceptar en ellas la participación de dirigentes comunistas. Sin declararse derechamente opositor al régimen, Tucapel Jiménez comenzó por criticar los despidos, las rebajas de sueldo en el sector público y la indiferencia de las autoridades a sus planteamientos. En 1975 creó el Grupo de los Diez, una coordinadora de organizaciones sindicales que comenzó a demandar cambios en las políticas económicas y laborales del régimen. Se vinculó con la poderosa AFL-CIO, organización sindical estadounidense que era la rival de la entidad patrocinada por la Unión Soviética, y por esa razón un sector del sindicalismo lo consideraba un aliado del imperialismo. Pero Estados Unidos dejó de ser incondicional a la dictadura, especialmente a partir de 1976, el año en que Orlando Letelier fue asesinado en Washington DC y en que el demócrata Jimmy Carter fue electo presidente de ese país. En 1976 el ministro del Trabajo, general del aire Nicolás Díaz Estrada, fue reemplazado por Sergio Fernández y las diferencias de Jiménez con el régimen se acentuaron.

En 1979, Tucapel Jiménez planeó un boicot a las exportaciones de productos chilenos, por ser producidos en una dictadura que no respetaba derechos laborales mínimos como la sindicalización, la negociación colectiva y la huelga. El presidente de la multisindical AFL-CIO, George Meany, quien lo apoyaba, tenía el poder para instruir a sus asociados para que no descargaran los productos al llegar a los puertos norteamericanos. Así, los jerarcas del régimen militar temieron que la protesta tuviera éxito.

El hijo del sindicalista chileno cuenta que todas las semanas recibían amenazas telefónicas en su casa. Una de las que recuerda más nítidamente se refería al boicot: «Yo tomé el teléfono y una persona me dijo: “Si el boicot se produce, están todos ustedes condenados a muerte”».

En la sentencia del caso Tucapel, el ministro Sergio Muñoz relata que el entonces ministro de Hacienda, Sergio de Castro, viajó a Estados Unidos y se entrevistó con Meany, «a quien le hizo presente que el gobierno de Chile de la época estaba dispuesto a impulsar reformas legales que contemplaran los aspectos enunciados, con lo cual se obtuvo que se omitiera la implementación del boicot a las exportaciones de productos de empresas chilenas». Es lo que el propio De Castro declaró en el proceso.

Tucapel Jiménez fue recibido en la Casa Blanca por el presidente Carter en enero de 1980. Sin embargo, los vientos se volverían en su contra porque Carter perdió la reelección y ese mismo mes asumió Ronald Reagan. La llegada del republicano significó la intensificación de la represión en Chile.

Tucapel Jiménez fue recibido en la Casa Blanca por el presidente Carter en enero de 1980. Sin embargo, los vientos se volverían en su contra porque Carter perdió la reelección en noviembre de 1981 frente a Ronald Reagan. La llegada del republicano significó la intensificación de la represión en Chile, según afirma el abogado Roberto Garretón en El libro negro de la justicia chilena.

El Walesa chileno
El 15 de noviembre de 1980, un día sábado, se dictó el Decreto Ley 3.511, que disponía la reorganización de la Dirección de Industria y Comercio (DIRINCO), donde trabajaba Jiménez. Para llevarla a cabo, decía el decreto, se suspendía la inamovilidad de sus funcionarios, que a partir de ese momento pasaban a tener calidad de interinos. El lunes a primera hora, con las firmas de José Luis Federici y Hernán Büchi, ministro y subsecretario de Economía respectivamente, se despachó un nuevo decreto que despidió a Jiménez de su cargo y dio por terminado el período especial de interinato.

Lo que se pretendía es que la ANEF se viera obligada a prescindir de Tucapel Jiménez como presidente, pero los cálculos fallaron: cuando el dirigente presentó la renuncia, los asociados la rechazaron y optaron por mantenerlo a la cabeza de la asociación.

Se parecía mucho, le dijeron sus asesores a Augusto Pinochet, a lo que sucedía en Polonia con el líder sindicalista Lech Walesa. Walesa había sido despedido de los astilleros donde trabajaba, pero los trabajadores organizados exigieron su reincorporación y a partir de ese incidente se inició una movilización que terminó desestabilizando al gobierno comunista.

«Tan relevante es este hecho que, aun con posterioridad a la muerte de Tucapel Jiménez Alfaro, se estimó que el viaje de Lech Walesa a Chile era contraproducente, pues sería utilizado políticamente, viajando un agente de la Central Nacional de Informaciones junto al sacerdote Rector de la Misión Católica Polaca en Chile, Bruno Richlowsky, persuadiendo a dicho sindicalista para no concurrir a nuestro país, aduciendo compromisos internos», revela la sentencia del juez Sergio Muñoz.

Jorge Mario Saavedra, el abogado que representó a la familia del sindicalista y que investigó por cuenta propia durante los años en que la causa judicial no se movía, dice que «Pinochet estaba obsesionado con el caso Walesa. El general Jorge Ballerino, su orejero, lo había convencido de que algo similar podría ocurrirle».

Después de su despido, Jiménez quedó ganando una pensión de 20 mil pesos. En ese momento una de las AFP recientemente creadas le ofreció pagarle al contado 600 mil pesos y un sueldo de 200 mil mensuales si accedía a aparecer en un spot televisivo invitando a los trabajadores a retirarse del viejo sistema de pensiones y ficharse en esa AFP. Le hubiera arreglado la vida, pero Jiménez lo rechazó. «Dijo que hubiera sido engañar a los trabajadores», relata su hijo. Otro de los dirigentes con que viajó a Ginebra, Guillermo Medina, no pensó lo mismo y aceptó convertirse en rostro de una AFP.

En los primeros días de septiembre de 1980 hubo un acto en la ANEF que se conoció como «el Caupolicanazo chico», porque se realizó pocos días después del Caupolicanazo, el primer acto político en dictadura, con Eduardo Frei Montalva como orador princial. El Caupolicanazo chico fue el primer acto público y masivo en la sede sindical. Tucapel fue uno de los oradores. El otro, Frei Montalva. El exmandatario no quería ir, pero Jiménez fue a buscarlo. Le reclamó que debía asumir su responsabilidad histórica. Si había cualquier cambio político, le dijo, él tendría que encabezarlo.

El 17 de febrero de 1982, Jiménez volvió a la carga haciendo un llamado a todas las organizaciones sindicales para que se unieran en un solo frente para luchar contra el modelo económico. Creía que «esta idea fructificaría y que la unidad sindical nacional sería una realidad de aquí a fines de marzo», según la cita recogida en el fallo del juez Muñoz. La prensa de la época tachó el llamado de Jiménez como un intento de revivir la CUT. «Detrás del llamado de unidad gremial está la mano comunista», decía La Nación.

El propio Pinochet hizo pública su molestia. El 21 de febrero de 1982, apenas unos días antes del crimen, dijo en Calbuco: «Lógicamente, cuando hay estas pequeñas acciones negativas momentáneas, aparecen los de siempre. Aparecen los negativos de siempre y a ellos les mando hoy este mensaje: el Gobierno tolera muchas cosas, pero jamás va a tolerar volver atrás. Jamás va a tolerar que algunos enquistados estén actuando en forma negativa y tratando de sembrar la cizaña en las mentes de los trabajadores. Por ello, me atrevo a decir a aquellos que están en estos momentos realizando acciones contrarias al Gobierno: mucho cuidado, señores, porque también ustedes pueden salir fuera del país».

Tucapel Jiménez Alfaro no se amilanó y siguió trabajando, no solo en la unificación de las organizaciones sindicales, sino que en la organización de un paro nacional, que debía concretarse en marzo de 1983.

Un amigo peligroso
El 23 de febrero de 1982, Jiménez acudió a cenar a la casa de Jorge Ovalle, un abogado radical amigo suyo y, al mismo tiempo, asesor del excomandante en jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, otro de los invitados a la comida.

Leigh había caído en desgracia en 1978, luego de una larga pugna de poder con Pinochet y de un fallido plan del aviador para derrocarlo. Cuando fue destituido de la jefatura de la FACH y obligado a abandonar la Junta Militar, el cuerpo completo de generales del aire renunció con él, a excepción de Fernando Matthei, quien lo sucedió como comandante en jefe. Esa fue una victoria esencial para que Pinochet tomara el control total del régimen, sin contrapesos.

«La idea de mi papá era sumar a Leigh al movimiento social opositor, porque ya había salido de la Junta. Cuando terminaron la cena, y salieron a la calle, Leigh apuntó a unos autos que había estacionados allí y le dijo a mi papá: “Tucapel, te están siguiendo”», relata el diputado Jiménez. Entrevistado en marzo de 1982, a propósito de sus encuentros con el sindicalista, Leigh afirmó al vespertino La Segunda que siempre estuvieron bajo la vigilancia de la CNI.

Jorge Mario Saavedra, quien entonces era amigo y asesor del sindicalista, relata que la relación del «Tuca» –como le decían cariñosamente sus amigos– con el exintegrante de la Junta se urdía con dificultad. Había quienes, como el propio Saavedra, se oponían a esos contactos: «Yo dudaba de la verdadera vocación democrática de Leigh y, además, en términos prácticos, me parecía inconducente buscar acuerdos con alguien que estaba fuera del poder. Leigh se había comprometido a impulsar ciertos proyectos en favor de los empleados fiscales, cuando en realidad no tenía ninguna posibilidad de llevarlos a cabo».

Pese a las reticencias de sus amigos, Tucapel Jiménez había tenido más de un encuentro con Leigh. En la víspera del crimen, acudió a la cena en la casa de Ovalle acompañado del vicepresidente de la ANEF, Hernol Flores.

En el libro Chile, la memoria prohibida se sostiene que la sintonía que inicialmente tuvo la dictadura con el movimiento sindical se debía a la influencia de Leigh y de algunos de sus hombres, como el general Nicolás Díaz Estrada, uno de los primeros ministros del Trabajo del régimen, quien fue dado de baja tras la renuncia de Leigh: «Era la reanimación de esa sintonía, ahora con un Leigh despechado, la que Ovalle facilitaba. A Leigh podía interesarle la fuerza y el ascendiente sindical de Jiménez. En cambio de Leigh podía interesarle a Jiménez un cierto crédito militar, a pesar de que el general se hallase por entonces en retiro, como respaldo a una iniciativa que acababa de lanzar prominentemente al ruedo: la reunificación del movimiento sindical, un desafío y una amenaza indudable para el régimen».

En el mismo libro se relata que esa noche los comensales hablaron de política y criticaron el sistema económico, aquejado de síntomas de recesión. «Se habló de la necesidad de que las autoridades de gobierno enmendaran rumbos».

Un automóvil que había seguido a Jiménez permaneció durante toda la cena esperando a que saliera, y sus ocupantes no se intimidaron al saberse descubiertos por los comensales. Hernol Flores se ofreció a acompañar a Jiménez de regreso a casa, alarmado por el seguimiento tan ostensible, pero el dirigente declinó el ofrecimiento. «Son mis guardaespaldas», le dijo.

En la sede de la hoy Central Unitaria de Trabajadores hay quienes sostienen que el asesinato de Jiménez fue en realidad un mensaje para Leigh. El abogado Saavedra no comparte esta opinión y cree que la cercanía de Jiménez y Leigh fue una gota más en un vaso ya repleto.

Últimas horas
En el verano de 1982, Jiménez conducía un taxi que había adquirido apenas meses antes, con el pago de la indemnización tras ser despedido de la DIRINCO.

«Nosotros sabíamos que lo seguían. Recibíamos amenazas en la casa todas las semanas. Mi mamá vivía desvelada. Escuchaba un ruido y pensaba que nos habían puesto una bomba», relata el diputado Jiménez. «Cuando mi papá llegaba y nos veía asustados, le bajaba el perfil. “Quién los va a querer matar a ustedes”, nos decía, y yo me tranquilizaba».

En el proceso por el caso Tucapel quedó establecido que el régimen militar creó, entre otros, un servicio destinado a regular la actividad gremial y sindical, que llamó la Secretaría Nacional de los Gremios. Como la Secretaría Nacional de la Mujer y la Secretaría Nacional de la Juventud, era uno de los departamentos de la Dirección de Organizaciones Civiles, dependiente en ese momento del subsecretario general de Gobierno, Jovino Novoa.

«Dicha repartición tenía entre sus funciones formar dirigentes sindicales que representaran las ideas del gobierno, como, además, tenía vinculaciones con diferentes instituciones o grupos que sustentaban posiciones proclives al régimen, de los cuales formaban parte algunos de sus funcionarios, entre ellos, el Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista (M. R. N. S.)», dice el fallo del ministro Muñoz.

El MRNS era en realidad un grupo paramilitar, organizado jerárquicamente, cuyos integrantes vestían tenidas especiales e insignias, y practicaban ejercicios con armas y explosivos. Ellos canalizaban a la CNI la información que se reunía sobre los sindicalistas opositores.

Misael Galleguillos, el encargado de la Secretaría Nacional de los Gremios, quien había ayudado a crear el MRNS, recopilaba información sobre Tucapel Jiménez, entre otros dirigentes, y se los pasaba a la Brigada Laboral de la CNI, a cargo de Álvaro Corbalán. Más tarde, la CNI compartía los datos que reunía con los demás servicios de inteligencia, entre ellos la DINE, en las reuniones periódicas que se sostenían en la llamada Comunidad de Inteligencia.

Según los antecedentes recopilados por el juez Muñoz, la prominencia y el riesgo que se le atribuía a las conductas de Jiménez llevaron a la CNI a registrar todos sus movimientos, «levantándosele y acostándosele». De esta manera determinaron dónde vivía, los lugares que visitaba y los recorridos que hacía. Confeccionaron una carpeta con sus principales antecedentes, incluyendo a su grupo familiar y a las personas que frecuentaba, interceptaron los aparatos de teléfono en su casa y en la ANEF, y grabaron y analizaron sus conversaciones.

Además, la CNI reclutó a Julio Oliva, el junior de la ANEF, para que informara sobre todas los planes, actividades y reuniones de Jiménez. En una ocasión, Valericio Orrego, un dirigente del Ministerio de Obras Públicas que participaba en la Secretaría Nacional de los Gremios, se infiltró en una reunion del Grupo de los Diez con una grabadora adosada al cuerpo, pero la máquina empezó a hacer ruido, lo delató y tuvo que huir.

Tucapel era seguido tan abierta y ostentosamente que cuando llegaba a su casa se acercaba al auto de sus celadores y se despedía: «Muchas gracias por venir a dejarme».

Pocos días antes del asesinato, el hijo del dirigente, entonces de diecinueve años, y el único de los tres hermanos que vivía aún con sus padres, se fue a pasar las vacaciones con unos primos en Algarrobo, confiado en que su padre estaba seguro. Cuando conversaban en casa, lo que más temían era que un día Tucapel Jiménez fuera expulsado del país, posibilidad que no desagradaba a Tucapel hijo y a su madre. «Estábamos agotados de vivir en esa tensión y nos imaginábamos que iríamos a vivir a Los Angeles, Estados Unidos».

Lo que ignoraba la familia era que la posibilidad de expulsión había sido desaconsejada, entre otros, por el abogado Ambrosio Rodríguez, asesor jurídico de la CNI, quien era de la opinión de que la expulsión sería «contraproducente». También su desaparición, pues por el prestigio internacional del dirigente esas medidas aumentarían «la campaña externa contra el Gobierno». En el menú de posibilidades quedó solo la eliminación.

«Mi papá me fue a dejar al terminal. Me preguntó si mi mamá me había dado plata para el viaje y yo le dije que no. Él sabía que yo le mentía, porque mi mamá no me iba a mandar con los bolsillos vacíos. Sonrió y me dio plata también. Me pidió que lo llamara al llegar y se despidió», relata el diputado. No recordó en ese momento que en 1981 su padre le había pasado un casete para que lo escuchara junto a su madre, «si un día me pasa algo». «Ni siquiera lo escuchamos. Lo guardamos pensando que jamás tendríamos que oírlo».

El contenido de la grabación quedó transcrito en el proceso:

«Quiero enviar este mensaje como última instancia en esta vida. Para mi mujer Haydeé Fuentes Salinas, mujer que sufrió mucho por mí, muchísimo, y que ahora en este minuto le pido perdón. (…) A mis hijos queridos, si algo me pasa, sea para ustedes mi palabra de aliento. Tengan resignación, tengan tranquilidad para vivir. (…) Adiós, seres queridos. Adiós…, estimada…, vieja…, chao. Por último, quiero decirles a los trabajadores de Chile, a los trabajadores de mi país, a los trabajadores fiscales, a la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales, mi querida ANEF, que los problemas que afectan a los trabajadores, especialmente al sector público, se resuelvan ojalá a la brevedad posible. ¡Viva Chile!».

El crimen
El 25 de febrero de 1982, a las 9:30 de la mañana, Tucapel Jiménez salió de su casa como todos los días rumbo a la ANEF. Manuel Bustos, entonces presidente de la Coordinadora Nacional Sindical, lo esperaba para una reunión en que se trataría el tema de la reunificación del movimiento. Tucapel se sentía optimista porque estaba seguro de que conseguiría reunir en una misma organización desde democratacristianos a comunistas.

Myriam Verdugo, viuda de Bustos, en entrevista para este reportaje recuerda haber presenciado reuniones previas de Jiménez con Bustos, cuando este permanecía en la Cárcel Pública.

«En esos diálogos conversaron sobre la necesidad de lograr la unidad entre las organizaciones sindicales. Manuel entendía que él no podía hacer ese llamado, pues, dada la conformación de la Coordinadora Nacional Sindical que él dirigía, donde se reunían DC, socialistas, comunistas, radicales, Mapus OC y otros de izquierda sin militancia reconocida, sería más fácil que el Gobierno, la derecha en general, y los medios lo atacaran y denostaran. Él aceptaba que la convocatoria a la unidad, primer paso para convocar a un paro general, debía venir de personas menos fáciles de atacar. A Bustos se le sindicaba, incluso al interior de la DC, como filocomunista. Tucapel no tendría esos problemas y estaba dispuesto a asumir el liderazgo», relata.

La reunión de esa mañana con Bustos en la sede de la ANEF, entonces, era crucial.

«Mi papá era muy ordenado y muy puntual. Nunca se hubiera detenido a recoger pasajeros sabiendo que Bustos lo esperaba. Si lo hizo fue porque vio a alguien conocido», dice el diputado Jiménez.

Ese alguien era el carabinero en retiro Luis Pino Moreno, casado con una prima suya. «Él fue despedido de la institución porque tuvo un desliz sentimental y su amante se quitó al vida en el cerro Santa Lucía. Lo habían llamado a retiro en diciembre. Desde entonces, iba todos los días a la casa, a pedir ayuda. Hasta que llegó febrero y no fue más. Después de la muerte de mi papá, en una fiesta familiar, se emborrachó y le pidió perdón a mi madre, le dijo que lo que había hecho lo hizo por su mujer y su hija».

Gracias al servicio prestado por Pino, tres hombres que descendieron de otro taxi se subieron al vehículo de Tucapel Jiménez y lo obligaron a conducir a punta de cañón hasta un sector apartado camino a Lampa. Uno de ellos le dio cinco disparos en la nuca y otro le cercenó el cuello para rematarlo. Los hombres esperaron a que exhalara el último aliento de vida, sacaron el taxímetro y una peineta verde para simular un robo, subieron los vidrios del vehículo para acelerar la descomposición del cuerpo y se marcharon.

De inmediato la información oficial habló de un asalto común. Así también lo consignó parte de la prensa de la época. «Pienso que no es un asesinato político. Creo que es delictual, pero la verdad es que no voy a hacer ninguna declaración», decía el director de la CNI, general de Ejército Humberto Gordon, a La Tercera del 27 de febrero.

Esa era justamente la tesis que la DINE quería que se implantara. Carlos Herrera Jiménez, uno de los autores materiales del crimen y conocido en los cuarteles como «Bocaccio», consignó ante el juez Muñoz que así le pidieron que fuera la operación. «La misión consistía en que yo me debía parar y esperar que pasara este señor, hacerlo parar, porque este señor salía de su casa taxeando. Esa información ya se tenía y se sabía. Conversé con la gente que tenía que operar, vi los medios que se me asignaron. ¡Ah!, otra cosa muy importante (…) era que la muerte de este señor debía ocurrir como si fuese hecho por delincuentes habituales», explicó el agente diecisiete años después.

De hecho, un año y casi cinco meses después, el 11 de julio de 1983, un comando de la CNI –al que se integró Carlos Herrera Jiménez– secuestró y mató al carpintero Juan Alegría Mundaca, un hombre solitario y sin vinculaciones políticas, para encubrir el crimen del dirigente: lo obligaron a escribir una carta inculpándose por el asesinato del sindicalista e hicieron aparecer su muerte como un suicidio.

En el momento, sin embargo, las sospechas de la familia y de toda la dirigencia sindical cayeron de inmediato sobre los servicios secretos. No obstante, el ministro en visita nombrado para investigar, Sergio Valenzuela Patiño, llegó a la conclusión de que no era posible encontrar a los culpables y sobreseyó el caso.

Tucapel Jiménez hijo, su madre y su hermana mayor se mudaron a Suecia, donde vivía su hermana menor. El primero regresó a Chile en 1995 a pesar de que tenía una vida armada en Suecia, y de que su esposa y sus hijos no tenían deseos de vivir en el país. Pero el deseo de hacer justicia fue más fuerte.

«Fuimos a ver al magistrado con nuestro abogado, Jorge Mario Saavedra. Valenzuela Patiño se tocó la frente diciéndome: “El caso de su papá me tiene hasta aquí”».

De esa reunión, Tucapel hijo salió convencido de que la única manera de hacer justicia era cambiar al magistrado y comenzó a mandar cartas a la Corte Suprema, algunas escritas a mano, las que eran indefectiblemente rechazadas. Su cruzada solo tuvo efecto en 1998, tras el arresto de Pinochet en Londres.

«La aprobación de su extradición [de Pinochet] a España fue anulada porque se dijo que el voto de uno de los lores estaba comprometido, porque era casado con una activista de Amnistía Internacional. Entonces yo pregunté: “¿Y cómo puede ser que se piense que un magistrado que tiene un hijo en la CNI pueda ser imparcial en el caso de mi padre?”».

Esta vez la Corte Suprema lo escuchó y el caso fue asignado al juez Sergio Muñoz, quien en tres años logró esclarecer los hechos. El asesinato no fue cometido, como se pensaba, por la CNI, sino por la Dirección de Inteligencia del Ejército, DINE. La acción recibió el nombre nada eufemístico de «Operación especial de inteligencia destinada a la eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro», y fue encargada al mayor de Ejército Carlos Herrera Jiménez, el autor de los disparos. Lo acompañaron Manuel Contreras Donaire, quien remató al dirigente degollándolo, y Miguel Letelier. Las armas usadas las proporcionó el Ejército.

Las órdenes las dio el director de la DINE, Ramsés Alvarez. El comandante del Cuerpo de Inteligencia del Ejército, Víctor Pinto, supervisó la operación y proporcionó el apoyo logístico.

El magistrado comprobó que un primer intento había fracasado, pues el primer grupo de la DINE que recibió el encargo demostró «falta de compromiso» con la misión. Entonces hubo que convocar a personal militar que estaba adscrito a la CNI: Francisco Ferrer Lima y Carlos Herrera Jiménez.

«Concluida la denominada operación especial de inteligencia de eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro, las personas que participaron en su ejecución material se trasladaron hasta el cuartel militar ubicado en calle García Reyes N° 12 de la Comuna de Santiago, en donde el oficial se presentó ante el Comandante del Cuerpo de Inteligencia del Ejército, y su superior directo le expresó haber ejecutado el hecho planificado, esto es la eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro, y le hizo entrega de las armas de fuego y cortante que le proporcionara para realizar la acción, como, además, de las especies y documentos retirados al perpetrar el delito».

El personal involucrado recibió anotaciones de mérito en sus hojas de vida y recompensas económicas.

En la sentencia final, en 2002, Muñoz condenó a doce personas, entre las que incluyó, además de a los autores materiales y a sus superiores, a los cómplices y al general en servicio activo Hernán Ramírez Hald, al exfiscal Fernando Torres Silva y a su mano derecha, el coronel Enrique Ibarra, como encubridores, por sus incansables esfuerzos por estropear la investigación judicial.

Cabos sueltos
Tucapel Jiménez Fuentes siente que en el caso de su padre se hizo «media verdad y media justicia». Las condenas le parecieron ridículamente bajas. Torres e Ibarra recibieron 800 y 540 días de pena remitida, respectivamente. Contreras Donaire, el hombre que cercenó el cuello de Tucapel Jiménez, obtuvo un beneficio carcelario durante el Gobierno de Ricardo Lagos tras completar poco más de dos años de una condena de seis. Miguel Letelier también está libre tras cumplir su sentencia. Solo Herrera Jiménez, el autor de los disparos, continúa cumpliendo su pena de presidio perpetuo.

«Una de las revelaciones más dolorosas para nosotros como familia fue saber que el junior de la ANEF, Julio Olivares, entregaba información a la CNI sobre mi padre. Él era hijo de una amiga y vecina de mi mamá, que vino a pedir ayuda para su hijo cesante. En 1974 lo contrataron en la ANEF, pero como no había plata para pagarle mi papá ponía una parte de su sueldo, e hizo que otros dirigentes hicieran lo mismo para hacerle un salario».

Julio Olivares estuvo procesado, pero no fue condenado. En la causa quedó establecido que fue reclutado por la CNI en 1976 y que siguió prestando servicios por lo menos hasta 1984, mucho después de la muerte del sindicalista.

En el proceso quedó sin aclarar el asesinato de René Bazoa Alarcón, un exmilitante comunista que se convirtió en colaborador de los servicios de seguridad y que era informante del agente del Comando Conjunto Roberto Fuentes Morrison, «el Wally». Bazoa trabajaba en la armería desde donde se incautó el arma no inscrita que se usó para asesinar a Tucapel Jiménez, y reconoció a dos de los sujetos que lo hicieron. Sabía que pertenecían a la DINE. Fue asesinado a tiros en la calle, en marzo de 1982.

Sin culpables quedó también la detención de la familia completa de una mujer que había tenido un hijo del sindicalista, detención ordenada por el ministro del Interior, Sergio Fernández. Los hermanos y el padre de la mujer fueron torturados intentando que confesaran que habían asesinado a Tucapel Jiménez para vengar el honor de su hermana. Fueron liberados sin cargos.

Saavedra asevera que quizás el aspecto más relevante que quedó al margen de la sentencia final fue establecer la responsabilidad de Pinochet en dar la orden de eliminar a Tucapel Jiménez al director de la DINE. Antecedentes abundan en el proceso, pero Saavedra revela que él, como abogado, por un criterio práctico, consideró necesario conseguir primero las condenas contra los demás involucrados, pues los juicios que habían incluido el nombre del dictador se entrampaban en recursos en los tribunales superiores y en recusaciones a los jueces que lo intentaron.

El diputado Jiménez no duda de que Pinochet en persona dio la orden a la DINE: «No es casualidad que a Frei lo mataran un mes antes que a mi padre. En un mes, Pinochet se deshizo de los dos actores principales de la oposición».


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