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Las armas químicas de Pinochet

por Mónica González

Las armas químicas de Pinochet

El gas sarín fabricado en Chile lo usó por primera vez Michael Townley contra dos peruanos. Ante la mirada del director de la DINA, Manuel Contreras, ambos murieron entre convulsiones para demostrar la eficacia del arma. Tras esos homicidios de prueba, el sarín mató al diplomático español Carmelo Soria, al conservador Renato León y a una extensa lista de «enemigos» de la dictadura. La historia del sarín y de otras armas químicas usadas en esos años aún no se conoce con exactitud. De hecho, no se sabe qué ocurrió con la enorme cantidad de gas fabricado con fines bélicos. Lo que sí está claro es que dejó un reguero de muertos, entre ellos Eduardo Frei Montalva y el creador del sarín, Eugenio Berríos, asesinado para encubrir la historia que aquí se cuenta.

E

sa noche de septiembre de 1976, el avión Lan despegó desde Santiago sin contratiempos. Su destino: Washington. Entre sus pasajeros, un hombre alto y con pinta de gringo. En su bolso de mano, cuidadosamente envuelto, un frasco de perfume Chanel Nº 5. Ninguno de los pasajeros supo que, si una fuerte turbulencia los hubiera atrapado en la travesía, el contenido de ese glamoroso frasco les habría provocado la muerte. Porque el «gringo» era Michael Townley y su frasco no contenía perfume sino gas sarín, con el que se pretendía asesinar al ex canciller de Salvador Allende, Orlando Letelier, quien vivía en la capital de Estados Unidos y había sido identificado como enemigo a eliminar por Augusto Pinochet y la DINA, su principal servicio secreto, del cual Townley era uno de los agentes más importantes.

No se ha podido establecer por qué fue desechado el plan original de matar a Letelier arrojándole gas sarín en su almohada. Se optó finalmente por la bomba que hizo estallar su auto en pleno corazón del barrio de las embajadas de Washington, el 26 de ese mismo septiembre. Y si bien muy pronto la justicia estadounidense puso en la mira al régimen militar chileno como principal sospechoso, pasarían años antes de que se supiera que en Chile la DINA y el Ejército habían fabricado armas químicas para eliminar a opositores y testigos molestos, y también como armas de destrucción masiva.

El primer cerrojo de la seguridad del laboratorio secreto de la DINA se rompió en marzo de 1978, ante la presión de Estados Unidos y del fiscal de ese país Eugene Propper, quien llegó a Santiago el 17 de marzo para agilizar personalmente la respuesta al exhorto enviado por el crimen de Letelier. Sin que los ciudadanos se enteraran, en esos días los cimientos de la dictadura se remecieron. La suerte de Michael Townley y del general Manuel Contreras se jugó entre dos bandos que se enfrentaron con dureza. Finalmente, se decidió negociar la entrega de Townley. Fue entonces que su esposa, Mariana Callejas, se jugó un último recurso. Y le envió una carta manuscrita al general Gustavo Leigh, comdandante en jefe de la Fuerza Aérea, y en ese momento el principal detractor interno de Pinochet.

Lo he pensado mucho. La Patria no es el Gobierno. Este Gobierno puede caer, la Patria continuará. Yo puedo morir, pero mis hijos sabrán, junto con todo el mundo, por qué está su padre en prisión. Nada puede detener ya lo que podría ser revelado, solamente yo puedo impedirlo, pero mi marido fue lanzado a los leones, estoy a la espera de nuevos acontecimientos. Mi última carta si mi marido recibe una condena larga y veo que mi hogar queda totalmente destruido, es la fórmula y una muestra de Andrea, producto químico desarrollado aquí, de increíble precisión y altura científica, un producto letal que en caso de guerra sería un arma absolutamente eficaz, pero que aquí ha sido usado para eliminar a personajes molestos porque los resultados son aparentemente un ataque al corazón.

Townley fue expulsado a Estados Unidos en abril de 1978. En Chile los enfrentamientos al interior del régimen continuarían por largos meses y Callejas se desquitaría entregándole más tarde al FBI las confesiones que le dejó su marido horas antes de abandonar el país, donde relataba con detalles cómo se decidió la construcción del laboratorio de las armas químicas y los nombres de algunas de sus víctimas. En Chile nada se supo y nuevas víctimas se agregaron a la lista de «Andrea».
Mariana Callejas conservó en su poder el frasco con sarín.

MILLONES PARA LO CURRO
La decisión de fabricar armas químicas en Chile se adoptó recién iniciado el año 1975. Fue el propio Manuel Contreras, jefe de la DINA, quien se la comunicó a Michael Townley. La cita se realizó en el cuartel general del organismo secreto, en calle Belgrado, cuando Contreras le entregó las instrucciones específicas y US$ 25 mil para una misión que debía cumplir en Ciudad de México. Entonces se planificó el asesinato del ex ministro de Economía de Allende, Pedro Vuskovic, quien estaba entre los dirigentes de la Unidad Popular que se reunirían en la capital mexicana.

En la confesión que hizo de su puño y letra el 14 de marzo de 1978 y que le dejó a Mariana Callejas, Townley resume esa reunión. Allí Contreras le informó que se daría inicio a la operación química y electrónica, para lo cual se compraría una casa que reuniera las características indispensables para asegurar el secreto de lo que en ese laboratorio se fabricaría. Townley debía encontrar el inmueble.

El fracaso del plan en México no fue obstáculo para el inicio de la operación. Una gran casa en el entonces aislado sector de Lo Curro, en Vía Naranja N° 4.925, concitó el entusiasmo de Townley y Callejas, quienes de inmediato dejaron su vivienda de la calle Pío X y se mudaron junto a sus hijos a la nueva residencia el 24 de enero de 1975, tras el pago de los US$ 25 mil desembolsados por Contreras.

Cinco meses después se firmó la escritura en la notaría de Gustavo Bopp Blu. El documento lleva la firma de Miguel Ángel Vidaurre Folch, publicista, como el vendedor; y de Diego Castro Castañeda, «comerciante, domiciliado en calle Nevería N° 1.418», y Rodolfo Schmidt Menz, «comerciante, domiciliado en Providencia Nº 2.318», en calidad de compradores. En las investigaciones judiciales posteriores ha quedado establecido que Diego Castro era la identidad falsa del entonces coronel Raúl Eduardo Iturriaga Neumann, mientras la de Schmidt correspondía al mayor Rolando Acuña, quien actuaba como abogado para las operaciones secretas de la DINA. Ambos firmaron en representación de la sociedad Prosin Limitada, una sociedad pantalla de la DINA que se usó para múltiples compras en el exterior.

Desde el cuartel general de la DINA se proveyó al nuevo cuartel Quetropillán, en Lo Curro, de una custodia armada permanente que resguardara el laboratorio químico que rápidamente se empezó a habilitar, además de los sofisticados equipos electrónicos para captar señales distantes y emitir mensajes al exterior que Townley instaló en el lugar. El jefe de Quetropillán tuvo derecho también a dos choferes militares: Carlos Sáez Sanhueza y Ricardo Muñoz Cerda.

El maestro carpintero Martín Melián fue el encargado de las ampliaciones y refacciones que requirió la que fuera una vivienda de cuidadores, la que se convirtió en el laboratorio químico que quedó con puertas metálicas y ventanas selladas con ladrillos. Años más tarde, su relato y el de la secretaria Alejandra Damiani –ante el ministro Adolfo Bañados– aportarían valiosos datos para reconstituir tanto los flujos de pagos desde el cuartel general de la DINA como la rutina y las visitas de Contreras y otros oficiales a uno de los cuarteles más secretos del organismo de seguridad.

El de 1975 fue un año muy intenso para Townley y el nuevo Centro de Investigación y Desarrollo Técnico de la DINA (Quetropillán). Los viajes al exterior se multiplicaron para traer equipo y materiales. Las principales compras las hizo Townley en Gallenkamp and Co., en Londres; y en Estados Unidos, en Fisher Scientific, donde José Santos en New Jersey y en PRC de Orlando, Florida. Para todas esas adquisiciones usó el nombre de Kenneth Enyard, la misma identidad falsa con que viajó a Argentina para asesinar al general Carlos Prats y su esposa en septiembre de 1974. Un gran aporte para la instalación del laboratorio fueron los equipos y materiales que le enviaba desde Alemania y otros países europeos Wolff von Arnswaldt, quien también haría el mismo trabajo para la Colonia Dignidad.

La llegada a Lo Curro del químico Eugenio Berríos fue clave para agilizar el desarrollo de las sustancias letales. Townley conocía a Berríos desde los tiempos de la Unidad Popular, cuando ambos coincidieron en Patria y Libertad. Poco después se incorporaría el bioquímico Francisco Oyarzún Sjöberg, a quien Townley también había conocido a inicios de los setenta en los grupos de ultraderecha, y quien había huido a Bélgica tras un atentado, pues era hijo del embajador de Chile en ese país. En 1975, Oyarzún trabajaba en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile y fue enviado en comisión de servicio a la Junta Militar de Gobierno, según dice el oficio firmado por el rector delegado Julio Tapia Falk. Pero su destinación fue la DINA.

Berríos y Oyarzún le imprimieron un nuevo ritmo al proyecto Andrea, cuyo producto estrella era el gas sarín. Las primeras pruebas comenzaron a fines de 1975, después del atentado a Bernardo Leighton y su esposa, en Roma, cuando Townley se dedicó en forma exclusiva a su desarrollo. El primer producto estable se obtuvo en minúsculas cantidades a principios de 1976. Fue entonces que comenzó la planificación de sustancias similares como Soman y Tabun, además de otros de extrema toxicidad: clostridium botulínica, saxitoxin y tetrodotoxina.
Un cambio en la línea de mando se produjo en ese momento. «A principios de 1976 se formó una nueva brigada –Mulchén– de la cual mi grupo formó parte como Agrupación Avispa. La Brigada Mulchén fue formada para cumplir misiones secretas de eliminación y otras de exclusivo resorte del director, Manuel Contreras», confesó Townley, lo que fue ratificado en tribunales años después por otros agentes.

El mando de la Brigada Mulchén pasó por Raúl Eduardo Iturriaga y el capitán Guillermo Salinas. Con las obras terminadas y el gas letal casi a punto, Townley fue apoyado con más dinero y una secretaria: Alejandra Damiani, soldado 1° del Ejército y quien trabajaba en la Subsecretaría de Guerra del Ministerio de Defensa cuando fue destinada a Lo Curro.

«Mi cargo en la DINA era ser secretaria de Townley, quien recibía su sueldo a nombre de Andrés Wilson Silva. Townley era el jefe de la Brigada Quetropillán, que a su vez formaba parte de otra brigada denominada Mulchén. Yo concurría personalmente a retirar los sobres para la Brigada Mulchén al cuartel general de la DINA, en calle Belgrado», diría más tarde Damiani ante el juez Adolfo Bañados.

Damiani también describió el laboratorio: «En la casa de Lo Curro, pero separada del cuerpo principal, había una casa anexa muy bien equipada, constituida por un solo recinto que servía de laboratorio químico. El laboratorio estaba a cargo de Townley en calidad de jefe, pero el especialista era Eugenio Berríos, empleado civil. Se hacía llamar “Hermes”. También trabajó allí por un tiempo Francisco Oyarzún. Entre los que iban más seguido a Lo Curro recuerdo al comandante Raúl Eduardo Iturriaga, el capitán Guillermo Salinas, Pablo Belmar, Armando Fernández Larios y el conductor de la Brigada Mulchén, que se hacía llamar «Ricardo».

A principios de 1976 faltaba solo saber si el gas sarín era aplicable para los fines que se perseguían. «El proyecto Andrea dio resultados óptimos durante la Semana Santa de 1976», diría Townley más tarde.

Sería el ministro Víctor Montiglio, en una investigación realizada en los últimos años, quien descubriría el cuartel secreto de la DINA en Simón Bolívar y, con ello, también uno de los episodios más estremecedores del experimento con sarín que en ese cuartel se llevó a cabo.

Un miembro de la DINA le relató: «En esa oportunidad llegó al cuartel Michael Townley a comprobar la eficacia del famoso gas sarín. Tal demostración fue a presenciarla Manuel Contreras. Una vez todos reunidos en el cuartel –entre ellos Juan Morales Salgado, Ricardo Lawrence, Germán Barriga, Armando Fernández Larios, la teniente Gladys Calderón y prácticamente todo el personal de la unidad–, Morales da la orden a Ferrán, Díaz Radulovich, al Chancho Daza y al Negro Escalona para que trajeran al patio de la unidad a dos detenidos peruanos. Cuando todos estuvieron en el patio, los dos peruanos, esposados y vendados, fueron apoyados en la muralla del pabellón de solteros y afirmados por Díaz Radulovich y Troncoso Vivallos. Townley se colocó una máscara y unas antiparras, saca de su bolsillo un tubo de spray, se acerca sigilosamente a los detenidos, les palpa la respiración y al momento en que estos inhalan les aplica una dosis del gas spray. El primero de los detenidos cae instantáneamente, tiene convulsiones muy fuertes y en cuatro segundos aproximadamente estaba muerto. Luego hace lo mismo con el otro peruano, quien cae muerto en la misma cantidad de tiempo. La dosis dispersa en el aire afectó a Díaz Radulovich y a Troncoso Vivallos, los que estuvieron a punto de caer al suelo. Al darse cuenta de esto, Morales solicita a los otros agentes que los lleven de inmediato a la oficina y le pide a Townley que los vaya a chequear. Después de algunos minutos este dice que están fuera de peligro. Luego, la teniente Calderón procedió a inyectarles cianuro a la vena a los peruanos».

Hasta hoy se desconoce la identidad de los dos ciudadanos peruanos asesinados en el cuartel de Simón Bolívar, al probarse en sus organismos que el gas sarín estaba listo para ser utilizado como arma letal.

MUERTE EN LO CURRO
El 16 de julio de 1976 se agregaría una nueva víctima del gas sarín. Y esta vez la ejecución fue en el propio cuartel Quetropillán de Lo Curro. Hasta allí llevaron al diplomático español de la CEPAL Carmelo Soria Espinoza, en calidad de prisionero. Los autores de su asesinato fueron integrantes de la Brigada Mulchén, que en ese momento encabezaba el capitán Guillermo Salinas.

En la ejecución de ese crimen fueron individualizados por la justicia el oficial Pablo Belmar, Juan Delmás (asesinado en Arica después del asalto al Banco del Estado ejecutado por dos de sus subordinados, que fueron condenados a la pena capital), Patricio Quillot Palma, el teniente Manuel Pérez Santillán, el suboficial José Arcadio Aqueveque Pérez, el suboficial Jorge Hernán Vial Collao, el suboficial Bernardino del Carmen Ferrada Moreno, José Remigio San Martín y Jaime Lepe, el oficial soltero que un mes después de la muerte de Carmelo Soria fue destinado como jefe de escolta de Lucía Hiriart y que llegaría a ser secretario general del Ejército en 1991. Desde ese cargo, Lepe ejerció todo tipo de presiones a la justicia y sobre sus ex subordinados para impedir su juicio. Pero Pinochet no se jugó con fuerza por él y Lepe debió irse a retiro cuando los tribunales ratificaron su participación en el crimen de Soria, a pesar de que fue amnistiado junto con todo el grupo.

Mariana Callejas también entregó a la justicia su versión sobre la muerte de Soria: «El día que ocurrió el hecho puede que yo haya estado en la Quinta Región en Rocas de Santo Domingo, pues nos prestaba una casa un notario de San Antonio de apellido Bustos. Michael me manifestó que habían muerto a Carmelo Soria, que lo habían hecho los muchachos de la Brigada Mulchén…».

«Le pregunté por el ruido que se escuchaba en esa oportunidad y era respecto del whisky que le habían hecho ingerir o vaciado a la víctima. Le pregunté por qué lo hacían y me dijo que era por motivos sentimentales en relación a un alto oficial de Ejército, pero no le creí. No creí, porque una respuesta similar me dieron en el caso del homicidio de Renato León, conservador de bienes raíces, en que también me dieron la explicación de que este había violado a un niño de 5 años, hijo de un capitán de Ejército. Lo que sé es que la Brigada Mulchén llevó a Soria a nuestra casa, que en la propiedad había un auto nuestro Austin Mini azul, una camioneta Morris verde mía y un automóvil Fiat 125 Special color guinda del edificio Diego Portales, además de un Citroën Yagán, no recuerdo el color (“[E]ra color amarillo verdoso”, dijo Martín Melián)».

Callejas apuntó directo a otra de las personas que ese mismo año 1976 fue eliminada con gas sarín por agentes de la DINA: Renato León Zenteno, conservador de bienes raíces de Santiago, hallado muerto el 30 de noviembre en su departamento de calle Holanda N° 34, en Providencia.

Los peritajes indican que su cadáver fue encontrado vestido y tendido de espaldas en la cama de su dormitorio. Se dijo que el mayordomo del edificio había sorprendido a cuatro jóvenes bien vestidos intentando ingresar al edificio durante la madrugada. Cuando treinta años más tarde la justicia decidió investigar su muerte y se tuvieron las primeras confesiones, se supo que Eugenio Berríos formó parte del grupo que lo asesinó, pero no los motivos. Uno de los autores recordó en su confesión que, cuando ya lo habían asesinado, y estando en la calle, Berríos recordó que había dejado el frasco de perfume con sarín en el velador de León, y quiso regresar. Pero decidieron que no era prudente y abandonaron el sector.

La sorpresa sería mayúscula cuando, al revisar las fotos que la Policía de Investigaciones guardaba en el expediente respectivo, se comprobó que en el velador aparecía el frasquito de perfume olvidado. Este juicio continúa abierto.

SARÍN PARA LOS QUE HABLAN
A fines de 1976 todo indicaba que la impunidad era inamovible; nada hacía presagiar al grupo de la Brigada Mulchén que el año que se les venía encima dejaría huellas profundas.
En la madrugada del viernes 24 de marzo de 1977 casi nadie en Santiago se enteró de que una guerra estuvo a punto de estallar, con incalculables consecuencias. Y, menos, que en medio de la trama que puso en trincheras opuestas a un pelotón de la DINA fuertemente armado y a la dotación de una comisaría de Carabineros estaban dos renoletas robadas: una de ellas de propiedad de Daniel Palma Robledo, arrestado con su vehículo y de quien nada se sabía desde el 4 de agosto de 1976, y la otra del ciudadano francés Marcel Duhalde, quien denunció el robo.

Todo habría salido a la perfección de no mediar la acción de dos carabineros que investigaron el robo del vehículo del francés y descubrieron a los culpables justo cuando desarmaban dos renoletas robadas en una casa en el sector del Cajón del Maipo, de propiedad del cabo Manuel Jesús Leyton. Este cabo de Ejército fue detenido junto al carabinero Heriberto Acevedo, a pesar de identificarse como miembros de sus respectivas instituciones y de la DINA.

El sargento Grimaldo Sánchez Herrera, de la dotación de Encargo y Búsqueda de Vehículos, no se amedrentó. Más aun, grabó el interrogatorio al que los sometió con el apoyo de su jefe, el teniente Alfonso Denecken. Finalmente Leyton confesó que una renoleta era del detenido desaparecido Daniel Palma Robledo y la otra le había sido robada al francés, para armar con las piezas de ambas una sola que les sirviera en sus desplazamientos. Y también confesó que las numerosas cédulas de identidad que le encontraron en una caja pertenecían a detenidos que ya no estaban.

El teniente coronel Vianel Valdivieso fue enviado por Manuel Contreras a rescatar a sus dos hombres. A las dos de la madrugada del 24 de marzo, el cuartel de Carabineros donde se hallaban detenidos Leyton y Acevedo fue rodeado por un contingente DINA armado para la guerra. Una hora duró el cerco, que se estrechaba minuto a minuto. Hasta que Contreras, vía telefónica, logró que se los entregaran.

Acevedo le informó a Valdivieso que Leyton había hablado y que les habían incautado las cédulas de identidad y otras especies robadas a detenidos ya asesinados, además de las renoletas. Valdivieso se preocupó de llevarse todo. Pero el teniente Denecken dejó registro de las especies incautadas: tres fusiles AKA y su correspondiente numeración, dos revólveres Llama, un revólver Smith & Wesson calibre 38, un revólver Famae, un revólver Rossi, un corvo del Ejército, 190 cartuchos de AKA, seis cargadores AKA, trece tarjetas con ficha «Confidencial» con fotos de personas, un estuche de madera con fotos de personas y licencias de conducir a nombre de distintas personas.

Un juicio por robo con violencia se inició a instancias del teniente Denecken. Leyton fue enviado a su casa y tres días más tarde llevado a la Clínica London, de la DINA. Más de treinta años más tarde, con las fichas médicas de Leyton ante sus ojos, el doctor Osvaldo Leyton Bahamondes fue obligado por el ministro Alejandro Madrid a recordar: «A las 10:30 de la mañana del 28 de marzo de 1977 me correspondió realizar una visita domiciliaria en un cuartel cuya identificación no recuerdo, para examinar al paciente Manuel Leyton Robles. Se indicó hospitalizar (…) A las 24 horas del mismo día se describe que el paciente, mientras dormía, presentó cuadro convulsivo y cianosis (piel morada) y taquicardia de más o menos 30 latidos por minuto, lo que significa que su corazón latía muy lento. Se administró un miligramo de atropina para estimular el corazón. Se observa que aumentó la cianosis (escasez de oxígeno), razón por la cual se entubó y se aspiraron secreciones (es decir, el paciente ya había aspirado vómito) de la tráquea. Momentos más tarde se constata paro cardíaco iniciándose maniobras de resucitación; el electrocardiograma mostró asistolia (el corazón se detiene), luego se describe fibrilación ventricular (el corazón está latiendo muy rápido), lo que se trata mediante desfibrilación ventricular (7 a 8 aplicaciones). A las 1:25 se suspenden maniobras de resucitación constatándose su fallecimiento».
Esta descripción es exactamente lo que le ocurre a una persona a la que se le aplica sarín. Así, el ministro Madrid y su equipo de investigadores obtuvieron las confesiones de cómo y por qué el cabo Leyton debió ser asesinado.

En la ficha médica se lee que Leyton Robles fue ingresado a la clínica por el doctor Luis Hernán Santibáñez Santelices y que los médicos Leyton y Pedro Valdivia participaron en la reanimación. Su protocolo de autopsia acredita que la causa de su muerte fue «estado asfíctico consecutivo a aspiración de contenido gástrico regurgitado». Y lleva la firma de los doctores Pedro Valdivia Soto y Osvaldo Leyton Bahamondes. Sobre su firma en el certificado de defunción, Leyton afirmó: «Con posterioridad a mi retiro de la clínica, fui visitado por un funcionario de la DINA, posiblemente el suboficial enfermero de apellido Toro, quien me solicitó algún tipo de certificado médico que acreditase la muerte del señor Leyton para que su esposa pudiese obtener beneficios provisionales».

Leyton Robles murió a solo horas de declarar ante un juez sobre el origen de la renoleta de Daniel Palma Robledo –abuelo materno de la actriz Leonor Varela–, un detenido desaparecido de cuya muerte sí sabía Leyton, porque era uno de los agentes del cuartel Simón Bolívar donde Palma fue asesinado.

El procedimiento fue descrito así ante Montiglio por varios agentes: «Estuviera el detenido con o sin ropa, el cuerpo era introducido en bolsas de polietileno gruesas, una se introducía por la cabeza y la otra por los pies, luego le amarraban un trozo de riel de aproximadamente 70 centímetros y que tenían hoyos redondos (para poder fijarlos a los durmientes) por donde pasaban los alambres que los sujetaban al cuerpo de los detenidos. El alambre era común y corriente, del tipo de fardo. Los rieles, los alambres, los sacos y las bolsas eran guardados en el gimnasio a la vista de todos. Yo pude ver doce a quince trozos de rieles amontonados. Después los cuerpos eran metidos con dos sacos paperos que eran de plástico o cáñamo, por la cabeza y por los pies. Ambos sacos se unían con una hebra de alambre, luego se volvía a amarrar a la altura de los brazos y de las piernas».

Lo que venía después era tirarlos al mar. Al mar también habían sido lanzados los prisioneros que torturaron y asesinaron en la Casa de Piedra, la residencia de Darío Saint Marie (Volpone), el dueño del diario Clarín, ubicada en el sector Lagunillas del Cajón del Maipo. Así lo terminó confesando el agente de la DINA y oficial de Carabineros Ricardo Lawrence, sorprendiendo incluso al juez Montiglio:
«El grupo de dirigentes del PC detenido en calle Conferencia [entre los que se encontraba su dirigente, Víctor Díaz] fue ejecutado en el cuartel de la Casa de Piedra. En esa oportunidad me ordenaron prestar colaboración en el procedimiento empleado para eliminar los cuerpos, para lo cual tuve como misión custodiar dos camionetas que provenían de ese cuartel, ya con los prisioneros muertos y ensacados. Recuerdo que en un automóvil presté resguardo a dos camionetas del grupo de Barriga con quienes nos juntamos en un puente camino a San José de Maipo. Luego emprendimos rumbo en dirección al norte hasta llegar a la zona de Peldehue, ingresando por un camino secundario. Al llegar ya se encontraba un helicóptero en el lugar. Los vehículos se detuvieron y desde las camionetas se comenzaron a sacar los cuerpos ensacados subiéndolos al helicóptero. Germán Barriga dirigió este procedimiento. Abordaron el helicóptero y se dirigieron a arrojar estos cuerpos al mar».
El cabo Manuel Jesús Leyton participó en las operaciones de la Casa de Piedra y en los equipos que arrojaron cuerpos de prisioneros del cuartel Simón Bolívar al mar. Y había más, porque la investigación de los ministros Madrid y Montiglio descubrió que Leyton era el encargado de quemar los rostros y dedos de los prisioneros con el soplete, para que no fueran identificados si es que emergían desde el fondo de las aguas.

Uno de los oficiales de la DINA describió así ante Montiglio lo que hacían Leyton y otros con los prisioneros: «Después de asesinarlos, se les borraban las huellas dactilares con un soplete a parafina, y se borraba cualquier cicatriz característica del cuerpo, a la vez que le sacaban todas sus especies personales tales como anillos, relojes y sus tapaduras de oro de sus dentaduras».

Las prácticas que en esos días utilizaban los agentes de la DINA en sus cuarteles secretos, los asesinatos de prisioneros con gas sarín y los cuerpos de los ya muertos lanzados al mar, eran secretos que no podían ser revelados. Mucho menos en tribunales, donde cada día se respondía que los detenidos desaparecidos no existían. Por eso Manuel Contreras ordenó asesinar al cabo Manuel Jesús Leyton en marzo de 1977, cuando ya se anunciaba en el horizonte que el asesinato de Orlando Letelier en Washington traería complicaciones.

El asesinato de Leyton reforzaría aun más el pacto de silencio entre los integrantes de la Brigada Mulchén. Casi todos siguieron haciendo el mismo trabajo en la CNI o en la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE). Dos de ellos se ligaron estrechamente a Eugenio Berríos: José Remigio San Martín (quien utilizaba la chapa «Alberto Arroyo Quezada» y fue durante los ochenta el custodio de Berríos) y Pablo Belmar, quien participó en la muerte de Carmelo Soria y del conservador de bienes raíces Renato León Zenteno, y coordinó los pasos del asesinato del cabo Manuel Jesús Leyton.

No es de extrañar entonces que a fines de los ochenta y principios de los noventa se lo encuentre en la operación comandada por el brigadier Jaime Lepe para acallar a todos los testigos que podían empañar la figura de Pinochet. Porque el otro cordón que los une hasta ahora es que la misión principal de los hombres que integraban la Brigada Mulchén era «otorgar seguridad al Presidente de la República y ocasionalmente proporcionar protección a otras autoridades del Gobierno», según declararon en tribunales tanto Lepe como Belmar.

LA ORDEN: ELIMINAR A ODLANIER MENA
En 1977 la investigación del crimen de Orlando Letelier en Estados Unidos fue conduciendo una y otra vez al corazón de la DINA y a su jefe, y de ahí a Pinochet. La presión que se ejerció desde el norte para que Pinochet entregara a los culpables surtió efecto al interior del régimen y la crisis se instaló. Para darse un respiro, la DINA fue reemplazada en junio por la Central Nacional de Informaciones, CNI. El rumor que se instaló fue que Manuel Contreras debería ceder su puesto al general Odlanier Mena, uno de sus enemigos internos. La Brigada Mulchén se puso nuevamente en acción.

Alejandra Damiani, la secretaria de Townley, relató a la justicia esos días:
«Cuando empezó a aparecer en la prensa lo de Orlando Letelier yo me encontraba en Arica. Fui llamada por Michael Townley a través de la Brigada de la DINA de Arica, ordenándome regresar. Una vez en Santiago, Townley me informó de los cambios que sobrevenían, que la DINA iba a cambiar de nombre, que llegaría el general Mena para reemplazar al general Manuel Contreras y que era necesario revisar los papeles que había en Lo Curro para hacer desaparecer documentación secreta, papeles vinculados a algunas operaciones que había llevado a cabo la DINA, como por ejemplo, la Operación Andrea».

La orden fue que ni un solo papel que comprometiera las operaciones secretas debía caer en manos de Mena y su gente. Cuando el ministro Bañados le preguntó a la secretaria de Townley qué se entendía por Operación Andrea, su respuesta fue: «La referida Operación Andrea consistió en poner a prueba un producto químico que aplicándolo en el rostro podía causar lesiones mortales al ser respirado. Entiendo que causaba convulsiones y provocaba finalmente la muerte. Supe o escuché que también se había eliminado a un notario de quien decían que era homosexual; y de la operación con desaparecidos: de 15 a 20 en Peldehue. Otras operaciones se llevaron a cabo en la Villa Grimaldi».

Pero la resistencia de los hombres de Contreras, de su «ejército en las sombras», como le gustaba llamar a sus agentes, fue más allá. A Berríos se le encargó buscar la forma de eliminar a Mena.

El Instituto Bacteriológico, al cual tenía fácil acceso por su trabajo anterior con el doctor Osvaldo Cori en la Facultad de Química y Farmacia de la Universidad de Chile, fue el lugar que escogió Berríos para seleccionar ciertas bacterias letales. A través del grupo de secretarias del régimen que controlaba Vianel Valdivieso, llegaron hasta el grupo más cercano a Mena en la CNI y se interiorizaron de sus costumbres. Muy pronto se decidió que la mejor forma de asesinar a Mena era introducir el veneno en el café que rigurosamente cada tarde, cerca de las cuatro, se tomaba en su despacho. Lo que garantizaba el éxito era que uno de los colaboradores más cercanos del nuevo director de la CNI aceptó ser parte de la operación.

El día señalado todo se hizo tal cual lo dispuso Berríos. Solo que Mena, escudándose en una súbita indigestión, a último minuto pidió cambiar el café por una agüita de hierbas. El reemplazante de Contreras fue advertido de la amenaza: en los últimos años se ha dicho que quien lo previno fue Mariana Callejas. Como sea, el general Mena no sucumbió y se mantuvo al frente de la CNI. Pero debió aceptar que no había un solo documento ni registro ni archivo que le sirviera. Su venganza fue la disolución de cada uno de los nudos que mantenían férrea lealtad hacia Contreras. No duraría mucho en el puesto. Sus enemigos se encargaron de hacerlo caer para que fuera reemplazado por el general Humberto Gordón. No fue tarea difícil: lo que venía necesitaba de un hombre que no tuviera reparos morales.

Los hombres de Contreras se preocuparon de mantener el resguardo de los secretos. Una forma fue manteniendo a los agentes en lugares donde estuvieran controlados o contentos a la distancia. La suerte de Eugenio Berríos quedaría ligada al destino del laboratorio que Michael Townley había instalado en su casa en Lo Curro. Cuando finalmente el 7 de abril de 1978 Townley fue expulsado a Estados Unidos, la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) reclamó el laboratorio secreto. Los encargados de desmantelarlo y de transportar las sustancias letales serían miembros del Ejército a cargo del coronel Gerardo Huber, ex oficial de la DINA y en ese momento jefe del Complejo Químico-Industrial del Ejército.

Uno de los mejores amigos de Berríos de sus tiempos de Patria y Libertad, el ex oficial David Morales Lazo, relató más tarde: «Berríos fue interrogado por el general Héctor Orozco y en esa oportunidad me confidenció que la fórmula del sarín la había entregado al Alto Mando, al Complejo Químico Lo Aguirre». Pero en 1977 Berríos trabajaba en el Complejo Químico e Industrial del Ejército en Talagante, como funcionario civil del Ejército. Su misión fue perfeccionar un arma química: el gas sarín. Sin embargo, ya no era el mismo. Su afición al alcohol, a las juergas, a la droga y a la vida licenciosa, unida a todos los secretos que llevaba consigo sobre la acción oculta de la DINA, lo habían convertido en un ser inestable y peligroso. No podía andar solo. Cautelando que los secretos se mantuvieran resguardados, lo seguía como su sombra Remigio Ríos San Martín, ex integrante de la Brigada Mulchén, quien usaba la identidad de «Alberto Arroyo».

Berríos estaba casado con una antigua vedette a la que le cambió la identidad para intentar sepultar su pasado, convirtiéndola legalmente –con la ayuda de sus contactos– en Viviana Egaña Bonnefoy. También él llevaba una cédula de identidad falsa, con su foto y el nombre de Hermes Bravo. Lo que Viviana no pudo olvidar fueron sus arrebatos de violencia. «Un día peleamos con Eugenio y este, muy enojado, sacó de un mueble un frasco muy pequeño de perfume y me amenazó. Mostrándome el frasco me dijo: “¿Sabe, Pellito? (el sobrenombre que le puso) Si usted se porta mal yo la mato con esto».

En 1986, la relación de Eugenio Berríos y Viviana Egaña llegó a su fin. Ella declaró ante los tribunales que lo sorprendió en la cama con otro hombre. Su nueva pareja, el abogado Aldo Duque, a quien Berríos conoció cuando Duque trabajaba en la Tercera Fiscalía Militar y quien se convirtió en su amigo, lo vio un día tomar en su departamento una ampolla y decirle: «Esto es sarín, y con él puedo matar a cualquier persona».

LAS CEPAS ASESINAS
Las investigaciones judiciales en Chile y en Estados Unidos indican que a partir de 1978, en un recinto secreto del Ejército, se continuó desarrollando el cultivo de cepas de microorganismos patógenos. Un proyecto que adquirió nuevos bríos cuando en 1981 se inició la construcción de un nuevo laboratorio químico en la Escuela de Inteligencia del Ejército en Nos. Además, una unidad bacteriológica se instaló en el Complejo Químico-Industrial de la misma rama castrense, en Talagante.

Uno de los jefes del nuevo Departamento Bacteriológico fue el doctor Eduardo Arriagada Rerhen, quien después de dirigir la Clínica London y luego la Dirección de Sanidad del Ejército llegó a trabajar en 1990 al subterráneo de la Brigada de Inteligencia del Ejército (BIE), ubicada en calle García Reyes. Desde ese lugar, en 1981 se cerraba el cerco sobre dos figuras clave del mundo opositor: el ex presidente Eduardo Frei Montalva y Tucapel Jiménez, presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF).

Eduardo Frei Montalva se había convertido en el líder indiscutido de la oposición al régimen. Algo que quedó claro en 1980, cuando fue el único orador del acto realizado en el Teatro Caupolicán en rechazo al plebiscito que Pinochet organizó sin registros electorales y bajo una gran represión, para validar su nueva Constitución, y al que asistieron entre otros el actual presidente Sebastián Piñera. En 1981, además, Frei Montalva entraba en conversaciones con líderes sindicales que organizaban el primer paro nacional en rechazo al régimen. El más importante de esos dirigentes era Tucapel Jiménez.

Si Frei se plegaba a la organización del paro nacional, el peligro para Pinochet y su régimen sería inminente. Eran los días en que, por primera vez desde el golpe de 1973, se fraguaba la unidad entre los viejos dirigentes sindicales que lo habían apoyado y los jóvenes líderes, entre los que destacaba Manuel Bustos, quien ya había organizado otro referente con dirigentes de izquierda. Y el único hombre que podía aglutinar a toda la oposición era Frei. Por eso se convirtió en el más peligroso para los servicios secretos. Así consta en un oficio que fue recuperado de la Brigada C1-2 de la CNI, cuyos efectivos se encargaban de seguir cada paso del ex presidente.

Era el momento de pasar a otra fase de la operación con armas químicas. La llegada de un misterioso paquete a La Moneda en julio de 1981 marcó el inicio de nuevos movimientos. Marcos Poduje Frugone, químico del Instituto de Salud Pública (ISP, dirigido entonces por el coronel de caballería Joaquín Larraín y cuyo jefe de seguridad y finanzas era el teniente coronel Jaime Fuenzalida), recibió la orden de ir a la Cancillería (que entonces estaba en La Moneda) a retirar un paquete que venía de Brasil. Según dijo más tarde, su sorpresa fue mayúscula al descubrir el contenido: toxina botulínica, una sustancia altamente peligrosa cuyo uso no era habitual. Las investigaciones posteriores establecieron que fue tal la alerta que encendió la existencia del paquete que el coronel Larraín estalló en una crisis de ira por el periplo que había recorrido el «encargo» que quedó en sus manos.

No fue el único hecho extraordinario que se vivió por esos días en el ISP. El coronel Larraín le ordenó al mismo Poduje reparar un liofilizador, aparato que se usaba en la Planta de Liofilización del Cepario Nacional (colección de cepas de bacterias y virus), y luego instruyó a un funcionario para que lo depositara detrás del altar de una iglesia ubicada en la segunda cuadra de calle San Isidro, donde funcionaba una vicaría castrense. Hubo otro traspaso extraño que Poduje recordó años más tarde en tribunales:
«En el Instituto Bacteriológico existió una Planta de Éter, la que fue traspasada al Complejo Químico del Ejército, ubicado en Talagante. Recuerdo también que el doctor Fábrega junto al doctor Salvador Ballard, jefe del Departamento de Producción, ambos de confianza del coronel Larraín, realizaron un curso en el Ejército, en una repartición de calle Eliodoro Yáñez (donde funcionaba un cuartel secreto de la BIE) y que viajaban mucho a través del país, desconociendo qué fueron a cursar ya que eran muy reservados y nunca lo comentaron en el Instituto».

Otro profesional del ISP, Hernán Lobos Romero, recordó también ante la justicia que en esos mismos años llegaba hasta allí un médico de Parral a quien más tarde identificó como Helmut Hopp, de la Colonia Dignidad. Como ya se ha dicho, hasta el ISP concurría asimismo Eugenio Berríos. Puede que la información que aún falta en este puzle esté en la ficha que el ex jerarca de Colonia Dignidad, Paul Schäfer, tenía de Berríos, quien también trabajó en ese enclave alemán y compartió sus conocimientos de armas químicas con Schäfer, Hopp y otros.

Uno de los más recientes fallos del ministro Jorge Zepeda establece cómo fue asesinado el ex agente de la DINA asentado en Colonia Dignidad, Miguel Ángel Becerra Hidaldo, al intentar escapar. Es una prueba de la similitud de venenos que usaron la DINA y los hombres de Schäfer para eliminar a los que se cruzaban en su camino.

Volviendo a 1981, Eduardo Frei Montalva se aprestaba a viajar a Europa para participar en la importante comisión Norte-Sur que integraba como único latinoamericano y que encabezaba el ex canciller alemán Willy Brandt. Pero un reflujo cada vez más molesto y doloroso lo impulsó a tomar la decisión de operarse en la Clínica Santa María, en noviembre.

Lo que Frei ignoraba era que su antiguo chofer y hombre de mayor confianza, Luis Becerra, quien conocía cada uno de sus pasos y decisiones, trabajaba para la CNI en directa relación con la BIE. Así, cuando Frei ingresó a la clínica, el grupo de inteligencia de la CNI y la BIE que lo tenía en la mira ya había cercado el establecimiento hospitalario con sus agentes. Uno de ellos era el doctor Pedro Valdivia, quien tuvo una participación en el asesinato con sarín del cabo Manuel Jesús Leyton y que en esos precisos días se desempeñaba simultáneamente en la Clínica London, de la CNI, y en la Santa María. La sencilla operación al hiato se realizó el 18 de noviembre. Pero una súbita y sorpresiva complicación obligó a hospitalizar nuevamente a Frei.

Muchos años más tarde, el doctor Valdivia reconoció ante el ministro Madrid: «Me enteré [de] que Eduardo Frei Montalva había sido operado en la clínica por el doctor Augusto Larraín. También recuerdo claramente que en una oportunidad, estando de turno al mediodía, fui ubicado por una de las enfermeras, doña María Victoria Larraechea [hermana de una nuera de Frei Montalva], quien me señaló que don Eduardo Frei estaba complicado de salud, solicitándome que fuera a examinarlo a su habitación, lo que efectivamente realicé. No recuerdo los detalles de los síntomas que tenía el paciente, sí recuerdo que tenía fiebre, por lo que supuse que había infección. Le indiqué a la enfermera que era necesario ubicar al médico que lo había intervenido, el doctor Larraín, enterándome [de] que no lo habían podido ubicar. Por este motivo se llamó al doctor Patricio Silva. Una vez fuera de la habitación divisé al doctor Larraín, y luego en el primer piso de la clínica me encontré con el doctor Patricio Silva, indicándole que había llegado el doctor Augusto Larraín, a lo que él me respondió que a partir de ese momento él estaba a cargo del paciente».

El 6 de diciembre de 1981, Frei fue operado por segunda vez. Nadie se explicaba por qué el cuadro infeccioso se extendía. El 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, fue sometido a una nueva intervención quirúrgica. El cirujano Patricio Silva, del escalafón del Ejército y quien ocupaba un alto cargo en el Hospital Militar, dio el vamos a las 19:30 exactas. Eran horas críticas. En la sala de operaciones, junto al ex presidente, estaba otro de los médicos de la clínica de la CNI, Rodrigo Vélez Fuenzalida. Desde fuera llegaba el ritmo tranquilo de la ciudad en un día festivo. Pero en la Clínica Santa María se respiraba angustia.

En esas mismas horas, un clima dramático se había apoderado de la Cárcel de Santiago. Dos delincuentes comunes y cuatro integrantes del MIR, del total de ocho reos que compartían la Galería N° 2 de alta seguridad, también se debatían entre la vida y la muerte: Ricardo y Elizardo Aguilera, Adalberto Jara y Guillermo Rodríguez Morales, jefe de las milicias de resistencia del MIR, condenado a muerte por un consejo de guerra; más los reos comunes Víctor Hugo Corvalán Castillo y Héctor Pacheco Díaz.

Pero en ese momento, cuando los Frei Montalva depositaban la vida del jefe de familia en las manos de un equipo médico con estrechos lazos con el poder militar imperante y con sus servicios de seguridad más secretos, nadie ligó ambos hechos.

El 9 de diciembre falleció Víctor Corvalán en las dependencias de la enfermería de la cárcel. Once días después, murió en la Posta Central Héctor Pacheco. La causa de muerte oficial para ambos fue una «intoxicación aguda inespecífica». Nunca se hicieron análisis de sus restos. Más tarde se probaría que fue una «intoxicación por toxina botulínica». La misma sustancia letal que había llegado en un paquete desde Brasil al ISP, y que el químico Eugenio Berríos preparaba en el laboratorio de la DINA y luego de la DINE.

Solo en los últimos años se tendrán las pruebas de que la comida de los presos fue contaminada de forma deliberada. Los reos que sobrevivieron lo hicieron gracias a la ayuda médica de diferentes centros asistenciales, incluso del exterior. La Vicaría de la Solidaridad, de hecho, hizo una serie de gestiones por intermedio de la Oficina Panamericana de Salud, que consiguió rápidamente la antitoxina en Atlanta, Estados Unidos, y en Argentina.

La investigación policial del prefecto Nelson Jofré y de la comisaria Palmira Mella determinó que los cuatro militantes del MIR encarcelados se cocinaban su propia comida, con víveres que les proveían sus familiares, y la compartían con los cuatro reos comunes de su galería. Eso fue lo que sucedió ese 8 de diciembre, cuando sus comidas fueron contaminadas con toxina botulínica que llevó hasta la cárcel José Roa, un ex integrante de la Brigada Mulchén de la DINA y en ese momento miembro de su sucesora: la Unidad Antiterrorista (UAT), dependiente de la DINE.

Un juicio por las extrañas muertes de Corvalán y Pacheco (Proceso N° 136.311) se abrió en el Tercer Juzgado del Crimen de Santiago. Pero nada se avanzó. El 13 de octubre de 1983 la Corte de Apelaciones ratificó el sobreseimiento temporal de la causa y el caso quedó archivado. Hubo, además, manos interesadas en que no quedara huella: un incendio convirtió en cenizas esos expedientes.

El ex presidente Eduardo Frei Montalva falleció de un shock séptico sin explicación el 22 de enero de 1982. El fallo del juez Alejando Madrid establece que fue asesinado por la policía secreta de Augusto Pinochet «destruyendo su sistema inmunológico», en un proceso similar al que ocurre con los enfermos de sida. Las huellas de talio y mostaza nitrogenada que registran sus restos, exhumados en diciembre de 2004, ayudaron a destruir su sistema inmunológico, pero el arma química letal fue el Transfer-Factor, producto que no contaba con certificación internacional, que se trajo de Estados Unidos y le fue inoculado por vía subcutánea en la Clínica Santa María.

El destino de Frei había quedado atado al de Tucapel Jiménez. Una semana después de que el ex presidente ingresara por primera vez a la clínica, el agente de la DINE Carlos Herrera Jiménez recibió la orden de asesinar al dirigente sindical. Algo que solo sabía un reducidísimo círculo alrededor de Pinochet. Así, un mes más tarde, en febrero de 1982, Tucapel Jiménez Alfaro murió asesinado. Un largo y obstaculizado juicio identificó a sus asesinos y también a quienes impartieron las órdenes. Todos ellos formaban parte de un comando CNI-DINE.

El contenido de la resolución del juez Madrid abrió nuevas aristas de episodios pasados que también fueron determinantes en la política chilena. Porque el doctor Patricio Silva Garín, quien fue procesado por su responsabilidad en el crimen de Frei, también había atendido al general René Schneider poco antes de que este muriera víctima de un atentado que buscó impedir que Allende asumiera la Presidencia en 1970; y fue también el médico que examinó a José Tohá, ex ministro del Interior y de Defensa de Allende, cuyo supuesto suicidio en el Hospital Militar hoy es investigado por la justicia; y operó al general Augusto Lutz, quien falleció en 1974 de una septicemia similar a la de Frei tras enfrentarse a Pinochet por la represión de la DINA. Ese día, Pinochet, en medio de todos sus generales, cerró la discusión así: «Señores generales, la DINA soy yo, ¿alguien más tiene alguna pregunta?».

LOS MUERTOS DE LA DEMOCRACIA
Poco después de iniciada la transición, el 8 de noviembre de 1991, el juez Adolfo Bañados, quien investigaba el crimen de Orlando Letelier en Estados Unidos, ordenó detener al químico de la DINA Eugenio Berríos. El hecho no causó revuelo ni titulares. Y en ciertas dependencias de la DINE hubo más de una sonrisa socarrona. Para entonces, «Hermes» ya se encontraba fuera del alcance del juez.

Difícil resulta describir la decepción que invadió al equipo que secundaba al ministro Bañados cuando supieron que uno de sus testigos había escapado. Era la primera prueba de fuego para la frágil nueva democracia chilena y Bañados –inteligente y agudo, impenetrable y enemigo acérrimo de la figuración– desplegaba los hilos de la mayor investigación judicial sobre la acción de la DINA que se haya hecho en Chile.

En esa trama, la figura del químico Eugenio Berríos fue poco a poco apareciendo como clave. Lo que el equipo de Bañados no sospechaba era que, en esos momentos, un actuario, plenamente identificado, fotocopiaba y registraba cada testimonio, cada prueba, cada movimiento de los investigadores para informar de inmediato a una central que comandaba el general Fernando Torres Silva, en la Auditoría General del Ejército. La BIE era, a su vez, la encargada de ubicar a la gente involucrada y ya citada por los tribunales, para adelantarse a los testimonios que debían prestar ante los jueces.

Fue así como ubicaron a Eugenio Berríos y lo mantuvieron secuestrado durante casi treinta días en el cuartel de la BIE, ubicado en Alameda Nº 2577 y que ocupaba una gran extensión entre las calles García Reyes, Sotomayor y Romero. Justo cruzando la Alameda, por la vereda sur, en toda la esquina con avenida España, estaba el Sexto Juzgado del Crimen, donde Berríos debía declarar en el proceso Nº 7.981, por la muerte de Orlando Letelier.

El 8 de noviembre, vía Pluna, salió de Chile con destino a Uruguay el coronel Francisco Maximiliano Ferrer Lima, jefe del Servicio Secreto de la BIE, adiestrado en el M-5 en Inglaterra. Su misión: comprobar el grado de seguridad del «paquete» que el Ejército de Chile, a través de la DINE, les enviaba a sus colegas uruguayos para eludir a la justicia chilena.

Ferrer, quien integró el alto mando de la DINA, ordenó el cerco a Frei Montalva y fue condenado años más tarde por su participación en el crimen de Tucapel Jiménez, sabía muy bien la importancia de la misión que se le había encomendado. No solo por su condición de jefe del Servicio Secreto de la DINE, sino porque conocía en detalle los secretos que guardaba Berríos. El más importante: la fabricación de armas químicas.

Uno de los agentes estrella del Servicio Secreto de la BIE, Arturo Silva Valdés, fue el responsable hasta el último detalle de la operación que sacó clandestinamente a Berríos de Chile. Así, cuando este cruzó la frontera por el sur en dirección de Río Gallego, el 26 de octubre de 1991, en compañía del agente Raúl Lillo, Silva hacía lo propio hacia Argentina pero por vía aérea.

Muchos hombres del entorno de Pinochet respiraron aliviados cuando supieron que Berríos –que estrenó una nueva identidad para la operación: Manuel Antonio Morales Jara– ya estaba en territorio uruguayo. Entre ellos Gerardo Huber, otra de las piezas clave en la fabricación de armas químicas, quien para entonces era el responsable de exportaciones e importaciones de FAMAE. No pasó lo mismo con el general Álvarez Kladt, quien ya no podía hablar ni de Huber ni de Berríos. Menos de armas. Meses antes, en una extraña circunstancia que hasta hoy despierta sospechas, el general se había suicidado siendo precisamente director del Instituto de Investigaciones y Control del Ejército, una de las instituciones que se formaron al alero de FAMAE para exportar armas, y que sorpresivamente fueron desmanteladas. Ya en ese momento, desde Estados Unidos surgían rumores sobre la venta de sarín al exterior por parte del régimen militar.

Cuando el 9 de diciembre de 1991 estalló el escándalo del tráfico ilegal de once toneladas de armas de FAMAE destinadas a Croacia –detectado en un aeropuerto de Budapest con un empaque que simulaba ser cargamento sanitario–, el jefe de FAMAE, general Guillermo Letelier, entendió que esta vez sí estaba en problemas. Y tenía razón. El escándalo provocado por el tráfico de armas a Croacia, que vulneraba la prohibición de la ONU para esa zona en guerra, tuvo repercusiones políticas y militares y el general debió abandonar su puesto.

Menos de dos meses después, el 29 de enero de 1992, Gerardo Huber desaparecería desde las riberas del Maipo. Su cuerpo fue encontrado cuatro semanas más tarde en las aguas del río. En 1997, una nueva autopsia a sus restos revelaría que le dispararon y cayó con vida al cauce.

En noviembre de 1992, por razones que se desconocen hasta hoy, Eugenio Berríos decidió escapar de los militares que lo custodiaban en Uruguay y denunció que lo mantenían secuestrado «por orden de Pinochet». El escándalo provocó un remezón institucional en Uruguay y múltiples repercusiones en Chile. El 13 de abril de 1995, Berríos fue encontrado muerto, con dos impactos de bala en el cráneo, en un balneario del sector de Pinamar, en Uruguay. En agosto de ese mismo año, el ex chofer del coronel Gerardo Huber, el sargento Blas Merino Castillo, apareció muerto en el interior del automóvil fiscal que estaba asignado al director del Complejo Químico-Industrial del Ejército. Tenía un balazo en el pecho y portaba una cédula de identidad a nombre de otra persona. «Suicidio», se dijo en el Ejército. Los procesos por la muerte del coronel Huber, por el tráfico de armas a Croacia y por el asesinato del químico Eugenio Berríos, donde están procesados tres oficiales uruguayos y cinco chilenos, están abiertos y a la espera de resoluciones. La historia de ese capítulo de muertes no se ha cerrado.

Y no solo en Chile. Porque otra investigación sobre las armas químicas fabricadas por el régimen de Pinochet se hizo en Estados Unidos y se mantiene secreta. Podría ser explosiva. La inició Mariana Callejas, quien solo en los últimos años confesó ante el prefecto de Investigaciones, Nelson Jofré, que había hecho entrega de documentos escritos de puño y letra por Michael Townley al FBI. Muchos otros colaborarían en el transcurso de los años venideros con esa investigación estadounidense.

Saul Landau, historiador, cineasta, analista e investigador estadounidense, quien escribió junto al periodista John Dinges Asesinato en Washington, afirmó en 1993: «… la investigación la hizo el FBI para una subcomisión de la Cámara Baja de Estados Unidos. Está condensada en un informe donde el FBI vertió gran parte de lo que logró averiguar sobre el gas sarín. Y lo hizo porque a Estados Unidos, y mucho más a la CIA, les preocupó, ya que el sarín constituye una amenaza internacional porque no se puede desechar. Esa investigación arrojó que se había fabricado gas sarín en una cantidad suficiente para matar dos veces al Ejército peruano».

«¿Quién lo tiene ahora? Esa es la pregunta. Hay rumores de que el régimen militar lo vendió a Irak en los años ochenta, que los israelitas tenían interés en comprarlo y que al menos se preocuparon de saber dónde estaba, así como de saber dónde estaba Eugenio Berríos. No deja de ser una coincidencia que el otro hombre que sabía del gas sarín, el coronel Gerardo Huber, haya desaparecido en extrañas circunstancias», fue su acotación.
Otra de las informaciones que han surgido en los últimos diez años es que antes de morir Eugenio Berríos había tomado contacto con el régimen de Muammar Gadafi en Libia, para ofrecerles sarín.

De este capítulo ultrasecreto de la dictadura faltan muchas piezas. La más importante es saber qué pasó con toda la fabricación de armas químicas y bajo qué resguardo se encuentran las que se alcanzaron a producir, ya que no se pueden desechar. Y quedan otras víctimas no identificadas aún, aunque hay pistas. Es una nómina que estremece. Hay otra investigación jamás realizada: sobre los millones de dólares que se utilizaron para su fabricación y que salieron sin control de las platas del Estado. Una tarea que no termina porque un frasquito de perfume amenazante acecha en algún lugar.

El que quedó en manos de Mariana Callejas también desapareció. Ella misma lo confesó a los policías hace pocos años: «Con respecto al atomizador de laca que contenía sarín, debo señalar que efectivamente lo mantuve por muchos años en mi poder ya que no sabía cómo deshacerme de él, hasta que se lo entregué a una persona de confianza, quien me manifestó que después de tanto tiempo el sarín ya no era capaz de producir ningún efecto. En cuanto al nombre de esta persona de confianza, prefiero no mencionarlo…».


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