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El debut de Corbalán en la Bandera

El 22 de julio de 1980, un grupo de pobladores sin casa se tomó una multicancha en la población La Bandera. Los había ayudado a organizarse un militante semiclandestino del MIR, quien se convirtió en una presa codiciada por la nueva CNI. La toma fue reprimida y la Iglesia Católica, en especial el entonces obispo auxiliar de Santiago Manuel Camilo Vial, defendió a los pobladores, hecho en que se basó el cuarto capítulo de Los archivos del cardenal. Vial, sin saberlo, se enfrentó a Álvaro Corbalán, uno de los agentes secretos más duros de la dictadura.

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anuel Camilo Vial había sido nombrado hacía pocos meses obispo auxiliar de Santiago y vicario de la Zona Sur, cuando fue sorprendido por la noticia de la primera toma de terrenos en dictadura. El 22 de julio de 1980, unas trescientas personas alcanzaron a llegar a los terrenos de una multicancha que ya nadie usaba en el cuarto sector de la población La Bandera; instalaron carpas, les pusieron la bandera nacional al tope y empezaron a hacer fuego para cocinar.

El momento no podía ser peor para los allegados. Apenas siete días antes el MIR había asesinado al jefe de la Escuela de Inteligencia Militar del Ejército, teniente coronel Roger Vergara, y el director de la CNI, Odlanier Mena, fue destituido de inmediato, acusado de «blando». En su lugar asumió el general Humberto Gordon, con instrucciones de endurecer la mano. Santiago estaba copada por agentes de distintos servicios que competían por encontrar a los asesinos de Vergara.

En cuanto a la toma, el Gobierno la calificó inmediatamente de «ilegal» y cientos de carabineros la desmontaron pisoteando las carpas, arrancando las banderas y volteando las ollas. Los hombres fueron golpeados y arrestados. Las mujeres y sus niños se refugiaron en la capilla de La Bandera. El cardenal Raúl Silva Henríquez los visitó y lloró al verlos apiñados y desesperados.

Algunos días después de la toma, agentes de la CNI y Carabineros rodearon las dependencias de la Vicaría Sur exigiendo al obispo Vial que entregara a uno de los pobladores que había dirigido la acción. En esta crónica, en entrevistas concedidas por separado, el obispo Vial y el ex prisionero rememoran el día en que estuvieron frente a frente, y sin saberlo, con el temerario jefe operativo de la CNI: Álvaro Corbalán Castilla.

La toma
Juan Rojas, militante del MIR, fue apresado por la DINA en 1975, torturado en Villa Grimaldi y luego trasladado a varios campos de prisioneros. Tenía entonces veintidós años. Un año y medio después, los campos de prisioneros cerraron y Rojas volvió a la casa de sus padres, en San Ramón. Al poco tiempo, se mudó a vivir con el sacerdote Claudio De Lacalle y otro ex prisionero. Rojas comenzó a involucrarse en el trabajo social que se organizaba lentamente en torno a parroquias, con la ayuda de curas y monjas inspirados en la teología de la liberación.

Rojas recuerda que, al principio de modo inorgánico, los miristas sobrevivientes de la zona sur de la capital comenzaron a reconectar a antiguos dirigentes poblacionales y a apoyarlos en la articulación de las demandas sociales, entre las cuales sobresalía la de los allegados. Paralelamente, el MIR comenzó la Operación Retorno y la reorganización en Chile de una nueva dirección. A comienzos de 1980, se creó una «dirección de masas» en la zona sur, que conducía Nelson Herrera, «Manuel».

Rojas, quien era un militante semiclandestino, se insertó en los comités de la vivienda que, como primer paso, plantearon las demandas de los sin casa directamente ante la autoridad del momento: el Ministerio de la Vivienda y el Serviu. «Según cifras que manejaba la Iglesia, en esos años solo en Santiago había 300 mil familias sin casa. Como todas las respuestas que recibían los allegados eran negativas, la idea de la toma como última solución se fue dando sola», relata.

Rojas ayudó en la organización de la toma de La Bandera. «Manuel» le proporcionó 15 mil pesos que se distribuyeron entre los pobladores allegados para el arriendo de micros. El ex prisionero afirma que su único papel fue proporcionar guía y conseguir que antiguos vecinos con experiencia en tomas traspasaran sus conocimientos. Él hubiera preferido que los pobladores esperaran a que terminara el invierno para lanzarse con la ocupación. El asesinato de Roger Vergara había llenado las poblaciones de agentes de seguridad y apenas unos días antes la estructura juvenil del MIR en la zona sur había caído completa en manos de la CNI. «Pero el problema se caía de maduro. Si nosotros no los ayudábamos, los pobladores se iban a ir solos».

El 22 de julio Rojas llegó temprano a la multicancha. Se aseguró de que la gente que comenzaba a llegar por cientos supiera dónde instalarse. Luego llamó a un periodista de la revista Solidaridad de la Vicaría para contarle lo que sucedía, y se esfumó. Los dirigentes escogidos por los allegados estaban a cargo cuando, a las nueve y media de la mañana, llegaron los carabineros y dispersaron violentamente a los pobladores.

Un par de días más tarde, en la Vicaría Sur estaba prevista una reunión del comité de allegados con los emisarios del cardenal Raúl Silva Henríquez. Serían informados de las gestiones que se habían realizado ante el Gobierno para dar solución a su problema. Rojas decidió reunirse con los pobladores en una cita previa: «Había que “bajar” la línea. Es decir, darles instrucciones sobre lo que debían decir en la reunión con los curas. Los líderes naturales podían hacerlo solos, pero sentíamos que había que apoyarlos para que las cosas resultaran», recuerda.

Terminada la reunión, Rojas sintió ganas de fumar, pero se le habían agotado los cigarrillos. Se asomó a la puerta del recinto y al mirar a lado y lado vio a personas de apariencia extraña. En la vereda de enfrente reconoció a uno de los jóvenes miristas que había sido arrestado unos días antes. Caminaba de un modo raro y dos veces se volteó a mirarlo. Rojas decidió que era un mal momento para salir a comprar cigarrillos y le contó lo que sucedía a la asistente social de la Vicaría Sur. Ella comprobó que el recinto estaba rodeado por un fuerte contingente de agentes y carabineros, y llamó al obispo Vial.

El obispo rodeado
«Yo vivía como a cuatro cuadras de la Vicaría Sur. Me llamaron para avisarme que había vehículos sospechosos en las cercanías», recuerda Manuel Camilo Vial, actual obispo de Temuco. «Yo me acerqué y vi que había unos autos sospechosos, sin patente. Usé una fórmula que siempre me dio resultados. Como los funcionarios de seguridad se movían en la lógica de la autoridad, yo me presentaba muy asertivo diciendo: “Soy el obispo auxiliar de Santiago. Quiero hablar con el oficial de más alta graduación”».

Un hombre que se presentó como Álvaro Valenzuela se identificó como el jefe del operativo y le dijo al obispo que sus agentes pretendían entrar en la Vicaría, pues estaban seguros de que un terrorista se escondía allí. «Al principio no tenían siquiera el nombre de la persona que buscaban», recuerda el obispo Vial. «Yo no sabía por qué lo buscaban. Nosotros, como Iglesia, defendíamos a las personas para que no sufrieran excesos. Yo le dije que cuando me trajeran la orden judicial le entregaría a la persona que buscaban. Antes no. Así estuvimos forcejeando toda la noche».

Carabineros, apostados en las casas colindantes, apuntaban con metralletas hacia el interior de la Vicaría y el cerco al inmueble eclesiástico cubría varias cuadras a la redonda. Al interior, los dirigentes poblacionales y el personal eclesiástico quedaron atrapados. Juan Rojas se acercó al obispo y le confesó: «Monseñor, yo creo que me buscan a mí». Le explicó su papel en la toma, su militancia, y le pidió ayuda para asilarse en la Nunciatura.

«El obispo se agarraba la cabeza a dos manos. Y decía: “¡Pero cómo! En este momento en que las relaciones con el Gobierno están tan difíciles. No puede ser”», relata Rojas.

«Yo recuerdo que el dirigente se ofreció a entregarse. No quería exponer a los demás. Recuerdo que él era el esposo o conviviente de una de las señoras que estaba ahí», añade el obispo.

El jefe del operativo siguió acosando a Vial para que le permitiera entrar. En un momento, el hombre a quien conocía como Valenzuela le pidió que le entregara los carnés de todos las personas cautivas en la Vicaría. Vial cumplió y de vuelta recibió la respuesta del agente: «Este es el hombre que buscamos. Juan Alejandro Rojas Martínez, alias Simón». De todas maneras, Vial se negó a entregarlo sin orden judicial. Incomunicado, porque las líneas telefónicas estaban cortadas, su única interlocución era con Valenzuela. «Hablamos varias veces esa noche. En broma, yo aprovechaba de decirle todas las cosas (sobre lo que hacía la CNI)», recuerda Vial.

Afuera, cerca de las dos de la mañana, el vicario de la Solidaridad, Juan de Castro, y el abogado Roberto Garretón intentaban que la policía los dejara pasar. «Me acuerdo que De Castro le explicaba al policía que el derecho canónico reconoce desde el año 1 el derecho a asilo en la Iglesia», relata Garretón. Pero el interlocutor no estaba para esas finezas y no los dejó pasar.

Esa noche el obispo, como todos los demás en la Vicaría Sur, durmió en el suelo.

«Monseñor, ¡por favor!»
La Tercera publicó a la mañana siguiente, 28 de julio, la noticia: «CERCAN IGLESIA PARA APREHENDER A ORGANIZADOR DE TOMA DE TERRENOS». En una nota contigua, y sobre la base de «fuentes oficiales», afirmaba que Rojas era «el eslabón en asesinato de comandante Vergara», que Rojas estaba a cargo del «Comité de Vivienda, a través de miristas infiltrados, señalándose que ese organismo es de la Vicaría Sur y depende de la Vicaría de la Solidaridad».

A las once de la mañana, el agente Valenzuela llegó con una orden de detención firmada por el ministro del Interior, Sergio Fernández. No era precisamente lo que había solicitado Vial, quien prefería una orden judicial, pero aceptó el documento como garantía de que los derechos de Rojas serían respetados.

«Salí con el obispo al antejardín. Yo estaba parado ahí como un cordero. El jefe del operativo, vestido elegantemente y con el típico bigote, se paró apenas unos pasos más allá con Vial. Yo los escuché dialogar. El obispo le dijo: “¿Usted me garantiza y se compromete que a este hombre no le van a tocar un pelo y que no lo van a torturar?”. El otro le respondió estirando los brazos: “Monseñor, ¡por favor! ¡Me ofende!”».

El obispo de Temuco relata que Valenzuela le prometió volver y que almorzarían para continuar la conversación. «Pero nunca volvió», dice.

Años después, Rojas reconoció a ese hombre como Álvaro Corbalán Castilla, el debutante jefe operativo de la CNI, quien sería responsable de numerosos asesinatos y falsos enfrentamientos posteriores. Entre ellos, de acuerdo con los procesos judiciales que enfrenta, el del carpintero Juan Alegría y la Operación Albania.

Corbalán condujo a Rojas a uno de los vehículos y uno de los agentes que lo esperaba, al ver su tamaño menudo, exclamó: «¡¿Y por este conchesumadre nos pasamos toda la noche despiertos?!».

«Me vendaron los ojos y me empezaron a golpear de inmediato», relata Rojas.

Tortura como entretención
Juan Rojas fue llevado vendado al Cuartel Borgoño, donde entonces operaba la CNI. Ya estaban detenidos allí los integrantes de la estructura juvenil del MIR de la zona sur, y a pocas cuadras permanecían secuestradas al menos catorce personas en manos del COVEMA.

Rojas fue recibido por un agente a quien años más tarde reconocería en fotos. Se trata de Álvaro Puga, un ex agente de la DINA y luego de la Dirección Nacional de Comunicaciones (DINACOS). El hombre lo arrinconó contra la pared y le pegó con todas sus fuerzas. Era la fase del ablandamiento.

«Pasé una semana completa todos los días en la parrilla», relata. «Corbalán cada vez que pasaba decía: “El Simón, este conchesumadre se hace el huevón”».

Los interrogatorios partieron preguntándole por el asesinato de Roger Vergara, por las bombas que supuestamente había puesto, por las armas que escondía. Rojas respondía diciéndoles que era un dirigente social y que, como tal, nunca había tenido en su poder un arma. Luego, las preguntas se dirigieron a averiguar el paradero e identidad de «Manuel». Rojas, quien ya sabía el dolor que iba a tener que aguantar, dijo que de «Manuel» no sabía nada más que su apodo político.

«De repente trajeron a uno que se las daba de sicólogo y se jactaba de que con él todos cantaban. “Sácate la venda no más”, me dijo, y pretendió hipnotizarme. Yo creo que nunca en mi vida he actuado más convincentemente», recuerda Rojas. El sicólogo le dio instrucciones para que se quedara dormido y para comprobar que lo había logrado le quemó un cigarrillo en la mano. El prisionero, concentrado en demostrar que sí estaba hipnotizado, ni siquiera se inmutó.

«Me hicieron bailar y pretender que estaba en la playa. Los agentes se cagaban de la risa. Después el sicólogo me hizo seguir a “Manuel” en un recorrido imaginario hacia donde debía estar oculto. Les di un “punto” falso y, como no lo encontraron, volvieron furiosos. Se desquitaron a pateaduras y parrillazos», recuerda.

Una semana más tarde, cuando descubrieron que Rojas no aportaría nada nuevo, lo dejaron relativamente tranquilo. Salvo por las preguntas que le hicieron intentando vincular a la Iglesia con el MIR, y por las torturas que, por entretención, le practicaban: «Un día me sacaron de la celda y me pusieron un casco con cables y otros cables en las manos. Como las descargas eléctricas eran tan fuertes, yo me caía al suelo. Ellos se mataban de la risa. Así se divertían».

Corbalán, dice Rojas, parecía tenerlo entre ceja y ceja. Cada vez que lo veía le advertía: «Te voy a cagar».

Cumplidos los veinte días que legalmente la CNI podía tenerlo en su poder sin presentarlo ante un tribunal, Rojas fue condenado por pertenecer al MIR, según disposiciones de la Ley de Seguridad del Estado, y por porte ilegal de arma. La CNI, según asegura el ex prisionero, presentó una pistola que los mismos agentes habían puesto en su mano para obtener sus huellas digitales.

Cumplida una condena de más de tres años, Rojas se fue exiliado a Suecia, desde donde regresó a Chile diez años más tarde.

Los pobladores que participaron en la toma pasaron seis largos meses apretujados en la parroquia de La Bandera. Luego fueron trasladados a una parroquia en Pudahuel y, en años venideros, participarían en distintas tomas, hasta que finalmente un grupo significativo de ellos obtuvo casa en la población Santo Tomás, en La Granja.

Nelson Herrera, «Manuel», fue asesinado cuatro años más tarde en Concepción, por agentes de la CNI.

Con los años, Corbalán se convertiría en el más extravagante y vistoso de los oficiales de los servicios de seguridad de la dictadura. Amigo de la bohemia, cantaba y trabó amistad con las figuras de la farándula chilena. Sus conquistas provocaban la envidia de sus camaradas e incluyeron a la vedette española Maripepa Nieto. Era amigo personal de la familia Pinochet y a fines de los ochenta, mientras sus hombres seguían a cargo del trabajo sucio, creó el partido Avanzada Nacional para apoyar la opción Sí en el plebiscito.

Hoy cumple varias condenas en Punta Peuco por causas de violaciones a los derechos humanos.


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