Tras el atentado a Pinochet en el Cajón del Maipo, el director de la CNI, Humberto Gordon, ordenó a sus agentes vengar la muerte de los escoltas caídos. “Que sea en proporción de dos a uno”, les dijo. Contra el tiempo, y con la intención de infundir temor, los agentes de la CNI improvisaron un método para elegir a las víctimas: tomaron las primeras carpetas que tenían a mano en la Unidad de Análisis de la CNI, donde aparecían opositores con “antecedentes de participación en actividades terroristas” y de “mayor peligrosidad”. Aunque la CNI no logró asesinar a 10 personas, sí eliminó a cuatro: al electricista Felipe Rivera (PC), al artista Gastón Vidaurrázaga (MIR), al periodista Pepe Carrasco (MIR) y al publicista Abraham Muskatblit (PC). Éstas son sus historias.
Por Ana María Sanhueza
L
a tensión podía cortarse con cuchillo. Humberto Gordon, director de la Central Nacional de Informaciones (CNI), fue el primero en llegar a La Moneda. Allá lo esperaba el comandante en jefe de la Armada, almirante José Toribio Merino, segundo en la sucesión del mando de la Junta Militar. Habían pasado sólo unas horas del atentado contra Augusto Pinochet, en la cuesta Las Achupallas, camino al Cajón del Maipo, y un hecho había quedado en evidencia: los organismos de inteligencia, comandados por Gordon, no habían sido capaces de prever que el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) planeaba eliminar al comandante en jefe del Ejército. Si bien el capitán general había sobrevivido, cinco de sus escoltas estaban muertos y otros 11 quedaron heridos.
Esa tarde del domingo 7 de septiembre de 1986, Gordon no tenía palabras para explicar a la Junta Militar lo que había sucedido en el Cajón del Maipo. Ni siquiera estaba en Santiago su brazo derecho, el jefe la División Antisubversiva de la CNI, el mayor Álvaro Corbalán Castilla. El agente, uno de los más temidos durante la dictadura, se enteró en el balneario de Papudo, donde iba a descansar todos los fines de semana, del atentado a Pinochet, por lo que viajó a toda velocidad por la carretera para tomar el mando en el Cuartel Borgoño de la CNI.
Las horas transcurrían y el régimen debía reaccionar rápido. Mostrar cuanto antes todo su poder. No bastaba con haber decretado, apenas ocurrido el atentado, el Estado de Sitio, que restringía las libertades individuales y entregaba enormes facultades a la justicia militar. Tampoco era suficiente que el país estuviera con toque de queda. Había que hacer algo más, un golpe de fuerza, un acto ejemplificador que colmara de temor a la oposición.
Pero esa reacción no podía esperar. Tenía que ser esa misma noche.
Poco antes de las 22 horas, Gordon ya estaba instalado en el Cuartel Borgoño. Venía desde La Moneda. Ahí lo aguardaba Álvaro Corbalán, que había regresado de la playa.
Esa noche la presencia de Corbalán era clave. No sólo porque era el agente favorito de Pinochet. Como jefe de la Unidad Antisubversiva de la CNI, manejaba la mayor cantidad de información sobre militantes de la izquierda, especialmente miristas, frentistas, socialistas y comunistas. Llevaba años liderando los seguimientos y detenciones a los opositores al régimen y nadie más que él podía comandar las acciones para reaccionar frente al atentado.
Quienes estuvieron en esa reunión en la CNI, recuerdan que Gordon era el más ofuscado. Frente a él estaban el comandante de la División Política Metropolitana, Manuel Provis Carrasco, y Corbalán, analizando la emergencia mientras afuera una docena de agentes esperaban ansiosos las instrucciones. Fue entonces cuando Gordon dio la orden:
-Salgan de inmediato a vengar la muerte de nuestros caídos.
Pero el mandato fue más allá:
-Que sea en proporción de dos a uno.
Corbalán entendió rápidamente de qué se trataba el operativo: por cada escolta muerto, la CNI debía eliminar al menos al doble de opositores a Augusto Pinochet.
Raudo, se dirigió a sus agentes. Pero una pregunta rondaba en el cuartel ¿A quién matar si no sabían quiénes habían atentado contra Pinochet?
El reloj marcaba aproximadamente la una de la madrugada.
El electricista
El domingo 7 de septiembre, Alicia Lira se enteró por la televisión del atentado. Estaba junto a su marido Felipe Rivera. Militante comunista desde su juventud y hermana de un miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) -Diego Lira- que había sido detenido hacía unos meses tras participar en la internación de armas de Carrizal Bajo, Alicia solo quería salir a celebrar.
-Negro, salgamos a la calle- le dijo a su marido.
-No. Nunca hay que alegrarse antes de tiempo, porque la bestia herida patalea mucho más que cuando está muerta. Uno nunca sabe las consecuencias que puede traer esto- le respondió Rivera.
Felipe Rivera era mucho más cauto que su mujer. Era un comunista con formación y disciplina, que sabía que cualquier acto alocado les podía costar la vida. Era buscado desde septiembre de 1973, primero por la DINA y luego por la CNI, por lo que siempre estaba alerta ante cualquier señal que pudiera ponerlos en riesgo.
Los fines de semana eran los únicos días en que Alicia y Felipe podían estar juntos. Eran una pareja sin hijos, que cada mañana salía a trabajar de madrugada desde su casa, en la población Sara Gajardo de Cerro Navia, hacia el centro de Santiago. Felipe, de profesión electricista, era encargado de mantenimiento en la Tesorería General de la República, en el corazón de barrio cívico, por ese entonces ocupado por autoridades militares y donde decir que se era opositor a Pinochet le podía costar mucho más que el trabajo, la vida. Ella solía emplearse como asesora del hogar en casas de sector oriente de Santiago.
Alicia y Felipe se conocieron en 1967, a los 20 años, en las Juventudes Comunistas (JJCC). En el partido, Felipe era conocido por la chapa de Mao. Durante mucho tiempo, Alicia no supo cuál era su verdadero nombre. Solo se enteró de su identidad real el día en que se casaron en el Registro Civil. Eran otros tiempos.
-Le pusieron Mao por sus características. Era reservado, alto, moreno, de pelo crespo. Tenía facciones de tipo nortino- recuerda Alicia.
Al comienzo pololearon a escondidas, pues no podían mezclar el trabajo político con la vida personal. Cuando se casaron vivieron en La Victoria junto a la familia de Felipe, que fue una de las fundadoras de la toma que dio origen a esa emblemática población. Para 1973 ya tenían una mediagua en la Villa Lenin, cerca del paradero 18 de Santa Rosa. Pero tras el golpe tuvieron que arrancar, alertados por los vecinos, luego de que un grupo de militares llegara a buscar a un tal Mao.
-Recuerdo que en menos de media hora los vecinos nos ayudaron a desarmar la mediagua, echarla a un camión e irnos a Cerro Navia.
Tal como Alicia, Felipe Rivera venía de una familia de esfuerzo, de escasos recursos. Dejó el colegio en la educación básica para ponerse a trabajar y ayudar a sus padres y ponerse a trabajar. Era el mayor de tres hermanos. Y pese a que ganó una beca para terminar su enseñanza media, no lo hizo por razones económicas. Solo pudo estudiar para técnico eléctrico muchos años después.
Durante la Unidad Popular (UP), Felipe Rivera llegó a tener un alto cargo en el PC. Era el encargado de las Autodefensas de las Juventudes Comunistas a nivel nacional.
-Ser parte de las Autodefensas significaba estar físicamente preparados para cuidar a nuestros dirigentes y también los locales del partido. Era un rol político- cuenta Alicia, quien también era parte del mismo grupo.
En ese entonces, los partidarios de la UP ya vivían con el fantasma de que podría venir un golpe de Estado. En ese contexto, los grupos de Autodefensa tenían un rol clave: se preparaban haciendo gimnasia, realizando simulacros en caso de atentado y ensayaban puntos de encuentro en la calle para ver cómo reaccionaban en caso de que tuvieran que pasar a la clandestinidad. Eran prácticas inspiradas en el proceso de la revolución soviética.
-A la distancia, para todo el terror que se nos vino después, parece muy infantil lo que hacíamos- dice Lira.
Aunque Rivera no estaba en la lista de los dirigentes públicos del partido, era muy conocido como miembro del Comité Central. Fue parte de una generación muy importante en el PC, de la que formaban parte José Weibel, detenido desaparecido en 1976 y Gladys Marín, entonces secretaria general de la JJ.CC.
Tras el Golpe, fue buscado como muchos militantes del PC. Estaba en la mira: no solo era el encargado de las Autodefensas, lo que suponía una alta preparación física y táctica, también había estado en la Unión Soviética. La primera vez fue en 1971, enviado junto a un grupo de empleados de la Municipalidad de San Miguel, donde trabajaba como recolector de basura. La segunda fue en una delegación de las Juventudes Comunistas.
-En ese tiempo, que un comunista, un socialista o un mirista hubiese viajado a Cuba o a la Unión Soviética, era fatal. Por eso, a él lo buscaron apenas ocurrió el Golpe. Eso, sumado a que había sido miembro de las Autodefensas, hacía que lo consideraran una persona peligrosa- explica Alicia.
La CNI conocía la chapa de Mao desde hacía mucho tiempo. De hecho, varios comunistas que fueron detenidos eran interrogados para saber quién era Mao.
-Lo curioso es que nunca le supieron su nombre, siempre preguntaban por Mao. Pero sabían que se había casado con una hermana de Diego Lira.
Las cosas se complicaron aún más cuando Diego Lira fue detenido por la internación de armas en Carrizal Bajo en 1986, poco antes del atentado a Pinochet.
Durante la dictadura, Felipe Rivera, pese a que era constantemente buscado por la CNI, mantuvo su trabajo como auxiliar en la Tesorería General de la República: hacía arreglos eléctricos y mantenimiento del edificio en general. En paralelo, él y su mujer tenían tareas de tipo político, por lo que pasaban poco tiempo en su casa por razones de seguridad.
Alicia aún es cauta al hablar de sus actividades en la época. Por lo demás, no olvida que su marido se caracterizaba justamente por eso: ser reservado. La misma actitud que guardó ese domingo 7 de septiembre, cuando no quiso celebrar al atentado y salir a la calle.
Es más. Esa noche, Alicia y Felipe se acostaron más tarde que lo habitual, aproximadamente a la una de la madrugada, comentando los hechos del Cajón del Maipo y analizando las consecuencias que podría traer.
-Esa noche cometimos un gran error: no habernos ido de la casa. No lo pensamos. Recuerdo que el Negro estaba muy tranquilo. Era muy moderado y evaluaba muy bien las cosas. Él me calmaba.
Hasta que a las dos de la madrugada, un grito desde afuera de su casa, los despertó.
-Buscamos a Mao. Somos compañeros del Frente.
Era una voz que nunca antes había escuchado.
El artista
A diferencia de muchos miristas, Gastón Vidaurrázaga vivió varios años de la dictadura con un relajo que a muchos llamaba la atención, en especial a su hermano Ignacio, también miembro del MIR y quien vivía clandestino en Santiago: se cuidaba todos los días para no ser detenido por la CNI.
Pero algo había en la personalidad de Gastón que lo hacía distinto al resto de los militantes del MIR. Andaba por la calle con un bolso de tevinil al hombro lleno de papeles, cartones, telas y pinceles. Era corpulento y descuidado. Tenía una apariencia que no pasaba desapercibida, la de un personaje muy poco común para ser alguien que, como miles de opositores al régimen, podía ser apresado en cualquier momento.
-Cuídate Guatón, por favor- le decía cada tanto su hermano Ignacio cuando se lo topaba en la calle durante los años más duros de la dictadura.
-Eres un exagerado- respondía Gastón, despreocupadamente.
Ignacio y Gastón Vidaurrázaga era los hijos menores del arquitecto y ex funcionario civil de la Fach Alberto Vidaurrázaga Concha y de la jueza María Yolanda Manríquez. Su padre murió en 1968, cuando ambos eran niños. Su madre, que había terminado Derecho un año antes, entró al Poder Judicial en 1970. Debía mantener a su familia: tenía cinco hijos.
Ambos hermanos estudiaban en el Liceo de Aplicación. Y de a poco comenzaron a cambiar los posters de Batman y Superman de su dormitorio por imágenes del Ché Guevara. Ignacio traía las ideas a la casa y se las comentaba con Gastón. Iba a leer literatura marxista a la biblioteca del Instituto Chileno de Cultura Cubana. También empezaron a ir a las manifestaciones que los escolares de la época organizaban en el Parque Forestal.
-Una vez mi mamá nos encontró en medio de una marcha y nos llevó de vuelta a la casa- cuenta Ignacio sonriendo.
María Yolanda Manríquez no era una mujer que los restringiera. Al contrario, los había educado en libertad. De hecho, años después, en plena dictadura, sería una de las pocas juezas que entró a varios centros de detención de la DINA: fue de visita a Tres Álamos a ver a su nuera y a la Cárcel de La Serena para ver a uno de sus hijos mayores, preso cuando los militares le encontraron un su casa una edición de Rebelde, el periódico del MIR que le había prestado Ignacio. Pero aún así, en ese entonces, consideraba que sus hijos, a los 12 y 13 años, aún eran muy niños como para andar marchando por las calles.
En 1970, Yolanda Manríquez fue nombrada jueza de Calama. Se fue al norte con sus dos hijos menores, Ignacio y Gastón. Allá estudiaron en un colegio que les marcó la vida: el Obispo Silva Lezaeta, porque había alumnos de todo tipo de familias: hijos de obreros, de empresarios, de mineros, de dirigentes sindicales. Los profesores, además, era marcadamente de izquierda.
En el colegio, mientras Ignacio se transformaba poco a poco en líder –primero fue presidente de su curso y luego encabezó el centro de alumnos–, Gastón era cada vez más rebelde: sólo le interesaba dibujar.
-Recuerdo que los 12 años mi hermano decidió que no se iba a bañar más, porque pensaba que todo le quitaba tiempo para dibujar. Incluso, en una ocasión, un profesor lo mandó a lavarse las manos delante de todo el curso- cuenta Ignacio.
A Gastón esas llamadas de atención no le avergonzaban. Su hermano, en cambio, en un afán de protección trataba de que se peinara y se bañara, como un pequeño padre pese a que se diferenciaban apenas por un año.
Eso ocurrió hasta que se separaron a fines de 1971, cuando Gastón decidió a los 14 años que lo suyo, definitivamente, era el arte: se matriculó en la Escuela Experimental Artística de La Reina y regresó a Santiago a vivir con una hermana mayor. Un año después Ignacio hizo lo mismo y volvió a estudiar al Liceo de Aplicación: quería estar en política.
Cuando se reencontraron, aunque Gastón seguía pintando, algo había cambiado en él.
-El Guatón había ingresado al MIR. Se invirtieron los papeles, y es él quien comenzó a hablarme de política y de Miguel Enríquez.
Para el Golpe de Estado, Ignacio y Gastón eran activos militantes del MIR, por lo que tuvieron que esconderse rápidamente: uno de los primeros blancos a derribar para los militares fueron los miristas. Tuvieron que cortarse el pelo y afeitarse los bigotes. Su madre les compró ropa e hizo que se vistieran formalmente, de pantalón y chaqueta, para que no llamaran la atención. Gastón soportó muy poco el nuevo atuendo y lo transformó rápidamente en una casaca que parecía la de cura.
Con el tiempo, Ignacio fue radicalizando su lucha, pasó a la clandestinidad e integró la Resistencia del MIR. Se casó muy joven, y tuvo que salir al exilio a Bélgica con su esposa. Era intensamente buscado por los organismos de seguridad y estaba herido: manipulando un arma se disparó en un pie.
En Bélgica, la pareja tuvo dos hijas. En 1979 Ignacio viajó a Cuba a recibir preparación militar y en julio de 1980 volvió a Chile como parte de la Operación Retorno, que implicó la reinserción de cientos de militantes del MIR que estaban clandestinos y que regresaron al país a distintas zonas a realizar tareas propias de la subversión.
Años más tarde, en 1984, Ignacio sería detenido por la CNI en la Vega Monumental de Concepción en la víspera de la Operación Alfa Carbón 1: un falso enfrentamiento montado por los agentes de seguridad en que fueron asesinados siete miristas. Fue torturado y estuvo preso hasta 1990 en la cárcel El Manzano de Concepción.
En Santiago, los primeros años de Gastón en la clandestinidad fueron a su modo. Prácticamente no se cuidaba. Primero vivió junto a su madre en la casa familiar de Ñuñoa. Trabajaba como profesor de arte en un colegio y, en paralelo, formaba parte de la Resistencia. Usaba las chapas de Paulo y de Augusto. La última, una ironía a quien gobernaba en el país. Pero por sus características, incluso en el MIR, solían llamarlo Guatón.
Pese a su relajo aparente, Gastón es considerado uno de los miristas que más tiempo vivió en la clandestinidad: 13 años. Llegó a ser uno de los jefes de las escuelas del MIR. Era parte del Frente de Masas, un grupo que, a diferencia de dirigentes como el periodista José Carrasco Tapia, no aparecía públicamente.
Gastón comenzó a trabajar en una población en Pudahuel, una comuna donde los miristas eran muy fuertes. Allí se hizo cargo de entregar orientación y formación política a los dirigentes sociales de la comuna. Era conocido como “el profesor”: daba clases junto a su pizarra portátil, cuyo contenido borraba apenas terminaba la instrucción.
De esa época lo recuerda Juan Andrés Arenas.
-El Guatón tenía un trabajo muy importante. Hacía excelentes clases. Era tipo muy especial, que generaba confianza.
Para 1986, el MIR empezaba a vivir una crisis interna: se debatía entre seguir en la lucha armada o convertirse en una fuerza política. Gastón Vidaurrázaga estaba consciente de la situación. Fue así como citó a Arenas para conversar a un punto de encuentro en una población en Renca. Arenas llegó al lugar chequeando de no ser seguido, una práctica que tenían todos los militantes del partido por razones de seguridad: solían cambiar de apariencia, algunos, incluso, podían parecer altos ejecutivos y estaban siempre atentos para que nadie los siguiera. Lo mismo, entonces, esperaba de su compañero mirista. Pero se encontró con una sorpresa, muy propia de la personalidad de Vidaurrázaga:
-De pronto, veo llegar al Guatón en short y polera, manejando una bicicleta CIC y con una normalidad increíble para alguien que estaba clandestino. Me saludó a lo lejos: ‘¡Hola pos huevón!’ Nadie de nosotros habría hecho algo así- recuerda sonriendo.
Gastón Vidaurrázaga tenía 29 años en 1986 y había encontrado una pareja, también del MIR de Pudahuel: Marisol Aros. Tuvieron una hija, Valentina, entonces de tres años. La familia vivía en una vieja casa en la calle Fidel Angulo 1109, en San Bernardo.
Allí se encontraban el domingo 7 de septiembre, después de haber celebrado el cumpleaños de Valentina. Estaban cansados y, pese a que se habían enterado del atentado a Pinochet, decidieron quedarse en su casa a dormir. Hasta que despertaron con el ruido de un auto que se detuvo frente de su casa.
-¡Abran la puerta!- gritaron del otro lado con violencia mientras un grupo de hombres derribaba la puerta.
Gastón se levantó en calzoncillos y vistiendo una camiseta. Saltó una reja a la casa vecina para proteger a Marisol y Valentina. Las dejó allí, intentando ocultarlas, y huyó por la calle contigua. Pero los agentes también estaban del otro lado.
Los vecinos vieron cómo se lo llevaron dentro de un auto mientras otros avisaron a Carabineros de la presencia de su mujer y su hija.
Eran cerca de las 4 de la madrugada del domingo 8 de septiembre.
El periodista
Cuando el periodista José Carrasco Tapia, Pepone, vio su nombre en los diarios, se dio cuenta de que su vida, nuevamente, corría peligro. Estaba sentado en su escritorio de la revista Análisis, una de las publicaciones que junto a Cauce, Hoy y Apsi, conformaban la prensa opositora a la dictadura.
Era la mañana de 24 de agosto de 1984. Junto a la desazón que Carrasco sintió al enterarse por los diarios de que nueve militantes del MIR, a quienes conocía, habían muerto en un supuesto enfrentamiento con los agentes de Pinochet en Valdivia, Concepción, Los Ángeles y Santiago, se impactó también al leer un informe de la Intendencia del Biobío en el que se le responsabilizaba, junto a Andrés Pascal Allende y Nelson Gutiérrez, dos de los fundadores del partido, de haber planeado desde Cuba la insurrección contra el régimen.
La escena la registraron Patricia Collyer y María José Luque en el libro José Carrasco Tapia, asesinato de un periodista: “Pepone entendió claramente el mensaje: se lo presentaba al país como uno de los hombres peligrosos del MIR y con ello se preparaba el terreno para justificar una futura represión. El régimen lo estaba notificando”.
Pepe Carrasco era miembro del Comité Central del MIR y tras el golpe de Estado fue detenido y torturado. Había regresado a comienzos de 1984 a Chile después de estar exiliado en Venezuela y México, desde donde refundó la revista Punto Final, fue encargado del MIR y trabajó en el diario Uno Más Uno. Añoraba volver a Chile a ejercer como periodista y, a la vez, establecerse junto a su familia. Regresó solo después de que su nombre ya no aparecía, como le ocurrió a cientos de opositores a Pinochet, en el listado de chilenos que tenían prohibición de entrar al país.
En 1986, Carrasco vivía en un departamento en calle Santa Filomena 111, en el barrio Bellavista, junto a su mujer Silva Vera y a sus hijos Iván (16), Luciano (14) y Alfredo (12). A esas alturas, ya era un personaje público. A su trabajo en Análisis y en el MIR, se sumaba el hecho de que era dirigente del Colegio de Periodistas y consejero del Movimiento Democrático Popular (MDP).
Pero en agosto de 1986, un hecho lo volvió a poner en alerta, cuando comenzaron a circular varios panfletos que simulaban pugnas internas dentro del MIR y anunciaban, falsamente, que Carrasco podría ser ajusticiado por sus propios compañeros.
Por seguridad, Carrasco tuvo que viajar a Buenos Aires el 19 de agosto de 1986 y, pese a todas las recomendaciones de sus amigos y su familia, regresó a Chile apenas dos semanas después.
Carrasco volvió el 5 de septiembre a Santiago. Llegó directo a trabajar para sacar adelante la edición de Análisis, que se despachaba el domingo 7. Pero cuando se enteró del atentado a Pinochet, llamó a Juan Pablo Cárdenas, el director, para intentar parar la imprenta y poner la noticia en la portada.
Por la noche, un amigo y vecino de su edificio, Hernán Cardemil, quien vivía un piso más arriba, le advirtió que por seguridad, era mejor que él y su familia salieran del departamento. Pero Carrasco prefirió quedarse y dormir allí.
Eso, hasta que a las 4.50 de la madrugada, un golpe a la puerta los despertó.
-¡Policía!
Dos civiles armados irrumpieron en el departamento.
Carrasco apenas pudo vestirse. Tenía puestos un pantalón y una camiseta. Cuando quiso calzarse los zapatos, uno de sus captores lo interrumpió:
-No los vas a necesitar.
El publicista
El médico fue tajante: la única manera de que su hijo se mejorara del asma, era vivir en un clima donde el aire fuera seco.
-Les recomiendo el Cajón del Maipo- dijo el doctor mirando fijamente a los padres.
El publicista Abraham Muskatblit Eidelstein y su esposa María Elena Alvarado, secretaria de Máximo Pacheco Matte en la empresa Leasing Andino -hoy ministro de Energía del gobierno de Michelle Bachelet- decidieron dejar su departamento en Santiago y buscar un nuevo lugar para vivir. Se demoraron seis meses en encontrar una casa en un sector con esas características, hasta que hallaron una en Casas Viejas, un pueblo de la comuna de Puente Alto, camino a Las Vizcachas, y en las cercanías del Cajón del Maipo.
A la casa llegaron en 1982 junto a sus hijos Igor y Pavel. Los matricularon en el colegio Domingo Matte Mesías y de ahí en adelante la familia tuvo una vida totalmente distinta a la que había llevado los 10 años anteriores, cuando Abraham Muskatblit vivía en la clandestinidad, condición a la que “pasó” tras golpe de Estado de 1973.
Militante primero en las Juventudes Comunistas (JJCC) y luego en el Partido Comunista, Muskatblit había llegado a Chile desde Israel junto a su mamá. Era hijo único. Para el 11 de septiembre de 1973, era miembro del Comité Central del PC. Su jefe era Mario Zamorano, detenido desaparecido en 1976 por la DINA en el operativo de Calle Conferencia. Fue en el mismo episodio donde cayeron Jorge Muñoz, el marido de Gladys Marín; Uldarico Donaire, Jaime Avendaño, Elisa Escobar, Lenin Díaz, Eliana Espinoza y Víctor Díaz.
Por ello, tras el golpe militar, por seguridad Muskatblit –quien fue encargado de propaganda en el PC– debió dejar a su familia y pasar a la clandestinidad. En ese período, que duró desde 1973 a 1982, su esposa lo vio apenas una vez al año.
El publicista sabía que su vida, así como la de cientos de muchos comunistas, estaba en riesgo: temía que su nombre fuera uno de los mencionados a los servicios de seguridad por Miguel Estay Reino, “El Fanta”, un ex compañero suyo en el PC que se había vuelto delator y colaborador de los agentes de la dictadura.
Hasta antes del golpe, Abraham Muskatblit combinaba sus tareas en el partido junto a su trabajo como publicista. Se había casado en 1971 con María Elena. Se conocieron en Teatinos 416, donde estaba la sede del Comité Central del PC.
Durante la UP, Muskatblit trabajaba como representante legal de Puro Chile, un diario allendista que circuló entre abril de 1970 y septiembre 1973, de titulares sarcásticos y que ironizaba con la actualidad. “Pero tras el golpe, se dedicó a la política”, recuerda su esposa.
Las cosas cambiaron cuando llegaron a Casas Viejas. De ahí adelante, Muskalblit salió de la clandestinidad y decidió, junto a su familia, tener una vida absolutamente normal, pública, en la que no tuviera que esconderse. En ese período trabajó en la revista científica Creces, haciendo la Guía Exco de publicidad y, a partir de 1985, se dedicó a editar las revistas de asociaciones gremiales y de los colegios profesionales, como el de Profesores, Arquitectos y Contadores Auditores.
De la época de Casas Viejas, María Elena tiene muy buenos recuerdos: “Salíamos, íbamos a ver a los amigos, llevábamos una vida normal”.
En 1986, Muskalblit era gerente de ventas de la Editorial Cono Sur. Muchas veces trabajaba desde la casa e iba a dejar y a buscar a los niños al colegio. Su nombre aparecía en las publicaciones en las que participaba. Incluso, era parte del centro de apoderados del colegio de Igor y Pavel.
Pese a que en los años 80 seguía siendo igualmente peligroso ser comunista, dentro de todo, la familia Muskatblit pensaba que ya había pasado el peligro.
El domingo 7 de septiembre de 1986, mientras regaban el jardín, la pareja se enteró del atentado contra Pinochet ocurrido en el Cajón del Maipo, a mil metros de Casas Viejas. Rápidamente encendieron el televisor para ver la noticia de último minuto.
María Elena recuerda que un amigo le advirtió a Abraham que, por seguridad, era mejor que él y su familia se fueran al menos una noche de la casa, pero el publicista no quiso. Pensó que no había nada que temer.
De hecho, la madrugada del 8 de septiembre, Muskatblit durmió junto a María Elena y sus hijos en su casa. A la mañana siguiente dejó a los niños en el colegio y luego fue a trabajar, tal cual lo hizo su esposa, quien se dirigió a su oficina en Leasing Andino.
El martes 9, Muskatblit continuaría con su rutina. Pero a las 2.15 de la madrugada, la familia fue despertada con golpes a su puerta y ventanas.
-¡Abran! ¡La policía!
De pronto, tres hombres armados entraron violentamente a su casa y lo pusieron a él, su esposa y sus dos hijos, contra la pared.
-¡Déjenlos! ¡Son niños!- alcanzó a gritar Muskatblit antes de que lo sacaran de su casa.
“El comando”
Entre el lunes 8 y el miércoles 10 de septiembre de 1986, cuatro mujeres que no se conocían entre sí comenzaron a enterarse, con apenas unas pocas horas de diferencia, que habían quedado viudas.
Habían vivido las mismas horas de angustia y desesperación cuando vieron llevarse a sus esposos de su casa en la madrugada, en manos de hombres armados, muchos de ellos con pasamontañas, que no se identificaban y que partían en comitivas de a dos a tres automóviles.
Los cadáveres de sus maridos fueron apareciendo poco a poco en distintos puntos de Santiago.
José Carrasco Tapia fue encontrado muerto en las cercanías del Parque del Recuerdo. Tenía 14 balas. De ellas, doce estaban en su cráneo.
Felipe Rivera fue encontrado muerto en un sitio eriazo ubicado en la Ruta 70 camino a Maipú. Tenía seis impactos de bala.
Gastón Vidaurrázaga fue encontrado muerto en un terreno en la Ruta Cinco Sur, en San Bernardo. Tenía 16 impactos de bala.
Abraham Muskatblit fue encontrado muerto en un canal de regadío, camino a Lonquén. Tenía siete impactos de bala.
Los crímenes, en especial el de Carrasco, tuvieron repercusión internacional. Mientras, el régimen militar, a través del entonces ministro secretario general de Gobierno, Francisco Javier Cuadra, lanzaba la versión oficial de que las muertes habían sido producto de “pugnas internas” entre sectores marxistas tras el frustrado atentado a Pinochet.
Sin embargo, no sólo las familias de las víctimas, sino también los abogados de derechos humanos y la oposición, tenían la certeza de que se trataba de una venganza a raíz de la emboscada contra la comitiva presidencial. Eran varios los elementos que los hacían sospechar: los asesinos se habían movilizado con tranquilidad por la ciudad pese a que había toque de queda; las cuatro víctimas habían muerto de manera similar y sus cuerpos encontrados en terrenos abandonados; ninguna de ellas había participado en el atentado.
Pero había más antecedentes. La madrugada del 8 de septiembre, un grupo armado llegó hasta la casa de María Antonieta Sáa, entonces líder de la organización “Mujeres por la Vida” en la Asamblea de la Civilidad. La dirigenta se salvó porque esa noche no durmió allí. El dirigente de la Fech, el comunista Gonzalo Rovira, también fue buscado por un comando: no estaba en su casa.
Además, la misma noche en que fueron sacados de sus casas, otros chilenos habían sido detenidos en aparente represalia por el atentando a Pinochet: Ricardo Lagos, entonces presidente de la Coordinara Democrática y quien 14 años más tarde sería Presidente de la República; el socialista Germán Correa, futuro ministro de Patricio Aylwin y Rafael Marotto, vocero de MIR y amigo de Pepe Carrasco, entre otros. Estuvieron más de 20 días en la cárcel. Con los años, sin embargo, quedó claro que estas detenciones -a cargo de Investigaciones- tuvieron el propósito de proteger a los detenidos de los agentes de la CNI, pues era evidente que estos vengarían el atentado contra Pinochet.
Cuatro días después, el 12 de septiembre, aproximadamente a las 21.30 y mientras el régimen insistía en su tesis del ajusticiamiento entre izquierdistas, las agencias de noticias EFE y France Presse, recibieron un extraño llamado telefónico en el que un tal Comando 11 de Septiembre se adjudicaba los asesinatos. “Cinco fueron las muertes en el atentado al Presidente Augusto Pinochet y muy pronto habrá un quinto muerto, uno por cada escolta asesinado”, decía el mensaje.
Cuando el periodista de France Presse intentó hacer unas preguntas, se dio cuenta que esa voz, que catalogó como la de un hombre de “carácter fuerte”, no era más que una grabación: hablaba de corrido y no se podía interrumpir.
Al día siguiente, el abogado de la Vicaría de la Solidaridad, Luis Toro, vio por la ventana de su casa a cuatro hombres saltar la reja de su antejardín. Poco antes, había sido alertado por un llamado anónimo que él sería el próximo. Alcanzó a avisar a Carabineros, que con su llegada obligó a huir al comando asesino.
Ocho días más tarde, el 20 de septiembre, en una pandereta entre las calles Carmen y Curicó, en el centro de Santiago, apareció con un rayado firmado por el Comando Once de septiembre. A todas luces, alguien quería desviar la atención de los verdaderos responsables justo el día en que la Corte de Apelaciones nombraba a Aquiles Rojas como ministro en visita para investigar la muerte de Gastón Vidaurrázaga por ser hijo de una jueza.
Los jueces
Por esos días, en medio del dolor, las familias de las demás víctimas ya eran representadas por abogados que interpusieron querellas en los tribunales, entre ellos Carmen Hertz, Jaime Hales, Jorge Mario Saavedra, Luis Eduardo Thayer por el Colegio de Periodistas y Nelson Caucoto.
En 1991, el magistrado Aquiles Rojas estuvo a punto de lograr un primer gran avance, cuando pondría en rueda de reconocimiento al agente de la CNI Jorge Vargas Bories. Uno de los testigos sería Iván Carrasco, uno de los hijos del editor de revista Análisis, quien estuvo presente cuando a su padre lo sacaron del departamento de calle Santa Filomena. Sin embargo, en una nueva “maniobra de inteligencia”, como la califica el abogado Caucoto, la fotografía fue filtrada y publicada en la prensa antes de que se produjera la ronda de reconocimiento.
Con ello, la defensa de Vargas logró anular su procesamiento ante la Corte Suprema, dejarlo en libertad y fuera del caso por un buen tiempo, argumentando que la diligencia no era válida pues el reconocimiento de su cliente se había producido de manera irregular y cuando su rostro ya era público. Tras el episodio, el juez Rojas dictó prohibición de informar sobre el caso durante cinco años, un período en que la causa estuvo prácticamente paralizada.
En total, en 20 años, cinco jueces estuvieron a cargo del proceso: Rojas, el suplente Juan Manuel Escandón, Dobra Lusic, Hugo Dolmestch y Haroldo Brito.
Fue Dobra Lusic quien en 1999 dictó los primeros procesamientos en contra de agentes de la CNI. En 2005, el caso pasó a manos del ministro Hugo Dolmestch, quien también investigaba la Operación Albania (la muerte en 1987 de 12 miembros del FPMR en manos de la CNI) y encontró similitudes en ambas causas: varios homicidas se repetían en los operativos.
Dolmestch fue quien consiguió las confesiones de los agentes, incluido Corbalán. Lo hizo con táctica y empatía, dice un abogado. La mayoría de ellos habló frente a las fuertes pruebas que había en su contra y porque creían que al colaborar podrían bajar sus penas. No había mayor espíritu que ése.
Pero también había otros dos factores que preocupaban a los ex miembros de la CNI y que gatillaron una oleada de confesiones. Uno fue la detención de Pinochet en Londres en 1998, que significó una apertura de parte de los tribunales chilenos para indagar en casos de violaciones a los derechos humanos después de 30 años en que el Poder Judicial tuvo un rol pasivo. El otro, la sentencia a cadena perpetua contra Álvaro Corbalán y Carlos Herrera Jiménez por el asesinato del carpintero Juan Alegría, que llenó de temor a los militares y evidenció que sí podían ser condenados a penas altas.
En síntesis, los agentes sabían que ya no eran intocables.
Cuando Dolmestch fue ascendido a la Corte Suprema, el caso pasó a manos del ministro Haroldo Brito, quien terminó por esclarecer los crímenes y dictó sentencia el 29 de diciembre de 2006. En el fallo estableció que la CNI actuó con “alevosía y premeditación conocida” y que su accionar “revela un mayor injusto por tratarse de personas desvalidas, impedidas de repeler cualquier agresión porque los homicidas actuaron armados y en horas de la noche, constituidos en un grupo capacitado para estas acciones (…) al extremo que las víctimas fueron retiradas violentamente desde sus hogares para ser trasladadas a lugares solitarios donde inmediatamente fueron baleadas numerosas veces luego de habérseles tendido en el suelo o afirmado para propinarles la descarga mortal”.
Brito también calificó el operativo de los agentes como “atroz, cruel y deshumanizado”.
La mayor pena la recibió el mayor Álvaro Corbalán: fue sentenciado a 18 años de cárcel por las muertes de Felipe Rivera, Gastón Vidaurrázga, José Carrasco y Abraham Muskatblit.
Por la muerte de Felipe Rivera, fueron condenados los agentes Pedro Guzmán y Gonzalo Maas a ocho años de presidio mientras que Víctor Lara y René Valdovinos a cinco años.
Por la muerte de Gastón Vidaurrázaga, fueron condenados a ocho años los agentes Kranz Bauer, Jorge Jofré y Juan Jorquera, mientras que Víctor Muñoz, Eduardo Chávez y José Ramón Meneses, a cinco años.
Por la muerte de José Carrasco, fueron condenados a 13 años de presidio, Jorge Vargas Bories e Iván Quiroz, mientras que Carlos Fachinetti a cinco años.
Por la muerte de Abraham Muskatblit, fueron condenados a 13 años Jorge Vargas Bories e Iván Quiroz mientras que José Ramón Meneses a cinco años.
La justicia también condenó al Fisco al pago de $ 250 millones de pesos de indemnización a los siete familiares directos las víctimas y $75 millones para cinco de sus hermanos, debido a que los homicidas eran agentes del Estado.
En agosto de 2009, la Corte Suprema rebajó las condenas dictadas por Brito al aplicar la “media prescripción” a los agentes por haber sido detenidos después de la mitad del plazo en que cometieron el delito.
De los asesinos, sólo tres están detenidos en Punta Peuco: Corbalán, Vargas Bories y Quiroz.
Nunca se pudo establecer por qué la CNI eliminó sólo a cuatro de los 10 opositores que figuraban en la orden entregada por Gordon a Corbalán.
Respecto de por qué la CNI asesinó a Rivera, Vidaurrázaga, Carrasco y Muskatblit, la justicia estableció que fue por venganza al atentado a Pinochet, pese a que ninguno de ellos participó en los hechos del Cajón del Maipo. Su verdad es casi tan escalofriante como sus asesinatos. Sus nombres salieron de manera improvisada: eran parte de las primeras carpetas que la noche del 7 de septiembre tenía a mano la Unidad de Análisis de la CNI y en la que figuraban opositores que consideraban con “antecedentes de participación en actividades terroristas” y de “mayor peligrosidad”.
Como esas carpetas, la CNI de esas tenía cientos.
“Este caso revela la situación de peligro en que vivieron mucho chilenos gratuitamente. Porque si uno se adentra en el proceso, se da cuenta que esto no fue coordinado ni preparado exhaustivamente, sino que ocurrió tras al atentando a Pinochet y alguien llegó y dio la orden para buscar a quienes tenían ‘trabajados’ hasta ese momento. Ni siquiera había alguna vinculación entre las víctimas”, dice Nelson Caucoto.
Humberto Gordon murió de un infarto el 15 de junio del año 2000, un mes después de haber sido procesado por la jueza Dobra Lusic por el crimen de Rivera, Vidaurrázaga, Carrasco y Muskatblit. Augusto Pinochet fue a su velatorio en la Vicaría General Castrense: fue su primera aparición pública en Chile tras el regreso de su detención en Londres.
El 9 de julio de 2003, Jorge Vargas Bories apareció en Televisión Nacional deseando suerte a su hija Mariana en su participación el reality “Tocando las estrellas”.
El 27 de abril de 2012, Kranz Bauer, jefe de la Unidad Antiterrorista de la CNI, murió de un edema pulmonar.
El 11 de noviembre de 2011, Luciano Carrasco, hijo de José Carrasco, se suicidó lanzándose a la línea del tren en el kilómetro 19 de la comuna de Pedro Aguirre Cerda.
Nunca superó la muerte de su padre.
Muy buena reportaje, eso demuestra que aún podemos encontrar periodistas que enriquezcan la historia de Chile, para que nuestros hijos conozcan la verdad de la que nosotros fuimos protagonistas y que muchas veces olvidamos en esta vorágine de medios de comunicación manipulados por ciertos poderes . Un trabajo de investigación actualizado con la realidad del hoy…ojalá que aprendamos y cuidemos lo que un día se perdió….la democracia.
Pena por terrible crueldad de hombres de las fuerzsd armadas del país que los vió nacer …al igual que a sus compatriotas.Ni siquiera con enemigos que pudieren amenazar nuestras fronteras se debe ejercer tal violencia.!RUEGO A NUESTRO SEÑOR QUE ENVÌE BONDAD A ESOS Corazones!!CORAZONES. !! PAZ..SEÑOR