Foto: Archivo diario La Nación. Universidad Diego Portales
“La Cutufa” inició sus operaciones a mediados de los ‘80 y fue uno de los primeros escándalos financieros que implicaron a agentes de la dictadura. Patricio Castro, un ex miembro de la CNI, fue la cara visible y responsable del funcionamiento de la financiera ilegal que defraudó a militares y civiles, en un millonario negocio que prometía dividendos irracionales para la época. Una serie de hechos transformó a este en un caso maldito: el asesinato de un empresario que nunca se aclaró, el extraño suicidio de la jueza que lo investigó, y la huella del ex jefe operativo de la CNI, Álvaro Corbalán Castilla. Testigos, investigadores y Castro, su protagonista, recuerdan hoy cómo un delito financiero tan antiguo como el cuento del tío permitió conocer la cocinería de la policía política de Pinochet. El hecho inspira el capítulo 8 de Los Archivos del Cardenal.
Por Pablo Basadre
E
l capitán (R) de Ejército Patricio Castro Muñoz no ha perdido su gusto por el lujo. El ex agente de la CNI, que se hizo conocido como uno de los cerebros de la financiera ilegal “La Cutufa”, se pasea hoy en un moderno automóvil deportivo casi tan lujoso como el Porsche rojo que le regaló a su ex pareja, la actriz Carolina Arregui, cuando ella fue jurado en el Festival de Viña del Mar en los ‘90.
Castro es un asiduo visitante de los exclusivos restaurantes Kilometro0 y Coquinaria, ubicados en Isidora Goyenechea, una de las calles más caras de Santiago. Sigue vistiendo ropa de marca, tal como en dictadura, cuando lucía su reloj Rolex President en los bares Oliver y Confetti, donde los miembros de la CNI celebraban el éxito de sus operativos.
Pero, en ese entonces, su sueldo como militar no le alcanzaba para costear la vida a la que siempre había aspirado. Aunque su esposa de esos años gozaba de una excelente situación económica, los amigos de Castro recuerdan que tenía una tendencia al “arribismo” y que gastaba más de lo que su billetera le permitía.
Mientras fue agente de la CNI, por ejemplo, se presentaba como “Felipe Errázuriz”, haciéndose pasar por empresario. No era una chapa como la que usaban los miembros del organismo de inteligencia para cometer delitos y no dejar huellas. Para Castro tenía otro fin: utilizaba ese nombre para hacer negocios y en sus conquistas extramaritales en el barrio alto de Santiago.
Quienes lo investigaron y conocieron lo recuerdan como un tipo ambicioso y ostentador, que pagaba la cuenta de amigos y conocidos en los restoranes y bares. Incluso, aún se jacta de que en una sola noche, en los ‘80, llegó a desembolsar 10 mil dólares, equivalentes a más de cinco millones de pesos de hoy. Según un amigo, le gustaba “la vida fácil. [Obtener] El máximo rendimiento, pero con un mínimo esfuerzo”.
Por eso, en 1983, Castro se deslumbró cuando escuchó por primera vez la historia de un ex compañero de la Escuela Militar que lograba el milagro de multiplicar el dinero que le confiaban en inversiones bursátiles. La leyenda, que circulaba de boca en boca, era así: el entonces teniente Gastón Ramos Cid había reunido a un grupo de camaradas de armas y los había instado a crear un pozo de dinero para invertirlo, con la promesa de jugosos dividendos. “El Sistema”, como se conoció a la “La Cutufa” en sus inicios, era capaz de entregar intereses de un 10% en tiempos en que los bancos ofrecían un 3% por cada transacción.
Caja de pandora
El escándalo de “La Cutufa”, que operaba desde al menos 1983, estalló en 1989 con el asesinato de Aurelio Sichel y cuando la prensa comenzó a vincular el crimen con la financiera ilegal. Los montos que llegó a manejar hasta hoy son poco claros, pues muchos estafados no presentaron querellas, para no aparecer públicamente involucrados en el escándalo. La investigación, curiosamente, no profundizó en la arista de los civiles afectados. Según El Mercurio, los cheques requisados por el ministro en visita Marcos Libedinsky al cerrar el sumario en julio de 1992, sumaban 2.747 millones de pesos de la época. Se acreditó, por ejemplo, que los afectados del Ejército perdieron alrededor de 480 millones de pesos. La investigación cifró, además, en 337 los “inversionistas”.
Para los policías que investigaron el caso, “La Cutufa” significó mucho más que el simple pedaleo de una “bicicleta” financiera. En medio de los cheques protestados y los supuestos réditos que se entregaban, aparecía la temida CNI. Así, al deshilvanar la investigación tuvieron acceso a los nombres reales de sus agentes, sus lazos de amistad, qué lugares frecuentaban y sus costumbres nocturnas. Todos, datos que para la época eran muy difíciles de obtener, debido al pacto de silencio entre quienes estuvieron involucrados en violaciones a los derechos humanos.
Así lo recuerda hoy el ex jefe de Asuntos Internos de la Policía de Investigaciones, Luis Henríquez, quien explica que el caso permitió obtener información valiosa que, hasta ese minuto, era residual o falsa: “Con esta investigación se comienza a acceder a militares y a la CNI. Nos dimos cuenta también de que ya no eran intocables”.
“La Cutufa” también trajo consigo un homicidio hasta hoy sin culpables: el del empresario gastronómico italiano Silvio Aurelio Sichel, uno de los inversionistas de la financiera y quien amenazó a sus integrantes con denunciarlos públicamente. Sichel –dueño del conocido restaurante El Rodizzio, un lugar donde frecuentemente se reunían los miembros de la CNI– fue asesinado el 19 de julio de 1989.
El cuento del tío
Fue en la primera mitad de los ‘80 cuando el entonces teniente Gastón Ramos creó “El Sistema”. Rápidamente su “emprendimiento” comenzó a crecer y multiplicarse.
El funcionamiento de la financiera ilegal era simple. Tal como lo relata la periodista María Eugenia Camus en su libro La Cutufa, su historia secreta, publicado en julio de 2001, a cada cliente se le entregaba un cheque a 30 días plazo por la cantidad de dinero depositado, más el alto interés que se prometía como ganancia. La lógica indicaba que los clientes debían retirar su dinero cuando éste se hubiera incrementado. Y si se aguantaban, ese mismo capital podía, incluso, duplicarse. Cuando ocurría eso, el cheque se renovaba y así sucesivamente. Una bicicleta.
En 1985 Ramos se reencontró con el capitán Patricio Castro. Y ahí lo convenció para que ingresara al sistema. La primera suma que Castro aportó fue, según él, un millón de pesos, que acumuló para obtener más ganancias. Poco tiempo después le dijo a Gastón Ramos que tenía varios interesados en invertir. Fue así como pasó rápidamente de cliente a captador, ganando también altas sumas en comisiones.
La financiera tenía un relato sofisticado y “confiable” sobre su cartera de inversiones: iban a parar a una empresa que los utilizaba para pagar IVA, y también para comprar pagarés de la deuda externa chilena y bonos en Argentina con los mismos fines, que eran transados en la Bolsa de Nueva York. Además, se financiaban préstamos personales a grandes agricultores y a empresas como Soprole. Historias que la investigación posterior se encargó de desmentir.
En entrevista con el autor, la periodista María Eugenia Camus cuenta que la financiera poco a poco se fue ramificando en el corazón del Ejército, en la Escuela de Suboficiales, en la Academia de Guerra y entre distintas promociones de varias unidades castrenses. Para darle mayor credibilidad, recuerda ella, el rumor indicaba que no solamente tenían sus dineros ahí miembros del alto mando, sino que también connotados “Chicago Boys”, los tecnócratas civiles que idearon el pujante sistema económico neoliberal instaurado en dictadura.
Poco tiempo tardó Patricio Castro en convertirse en un comisionista premiun de Gastón Ramos y su financiera. “El negocio no tenía avisos en el diario, era por contacto personal o a través de terceros. Comentarios de boca a boca. Mi oficina era un maletín”, recuerda Castro mientras bebe un sorbo de pisco sour en el restorán Coquinaria de calle Isidora Goyenechea. A sus 56 años, Castro luce algunas canas del poco pelo que le queda, pero conserva el aplomo de esos tiempos, que no perdía ni siquiera cuando afrontó las cámaras de la prensa, una vez que se destapó todo.
Ese maletín al que se refiere Castro no es una metáfora. La periodista María Eugenia Camus recuerda que era de cuero, con clave, y que guardaba un cuaderno donde Castro anotaba los nombres de los ahorrantes, los dineros invertidos y las ganancias de cada cliente. Lo mismo que antes había hecho Ramos, el ideólogo de “El Sistema”.
Luego de ser detenido, en noviembre de 1990, Castro negó cualquier lazo con la financiera. Incluso, hasta hoy asegura haber sido una víctima más de su socio Gastón Ramos. Pese a esto, recuerda cómo era el proceso de captación de clientes. “Primero, tenía que estar en un buen lugar, elegantemente vestido, con buen aroma para que con el golpe de vista yo te convenciera”. Si el lugar era un restaurante, pedía la carta y tragos, los más costosos. Casi siempre Chivas Regal. “Había que tener una buena dicción porque es una cosa sencilla: si tienes un millón te podís ganar un millón 100. Si tenís más gente, te podís ganar un porcentaje. Así partió. Y los mismos amigos míos traían gente”, explica sentado, esta vez en un salón del bar del Hotel Crowne Plaza.
Los relatos en las querellas que se presentaron luego que el caso explotó, coindicen en este modus operandi de Castro para vender este “cuento del tío”. Castro se mostraba frente a sus captadores como dueño de una gran habilidad para los negocios. Al inicio, los montos comprometidos eran menores. Como la ganancia se “concretaba”, los “inversionistas” aumentaban su aporte.
Manuel Alberto Gaete Gaete, jubilado de las Fuerzas Armadas, se enteró de la existencia de “El Sistema” y en septiembre de 1989 quiso probar suerte. Castro lo convenció para que invirtiera 250 mil pesos. A cambio, le dio un cheque a 90 días, con lo depositado más el interés comprometido. Como el primer cheque se cobró sin problemas, el jubilado visitó nuevamente a Castro, pero esta vez con 12 millones de pesos de una herencia. El procedimiento se repitió. Tiempo después, cuando Gaete depositó el documento, fue protestado por orden de no pago.
Como este caso, en el proceso judicial hay cientos. Uno de ellos es el del cantante Miguel Piñera, hermano del ex Presidente Sebastián Piñera. En 1989, al parecer en agosto, el “Negro” le entregó a Castro 18 millones de pesos, con el compromiso de un interés mensual de entre 5% y 8%. Castro le advirtió que le avisara con quince días de anticipación si quería el monto de vuelta. Cuando el cantante comenzó a exigir sus dineros y depositó uno de los cheques que Castro le había entregado, el documento fue devuelto con “firma disconforme”. Para salvar la situación, Castro le entregó un auto pero sin los documentos que permitían hacer la transferencia del vehículo. Finalmente, Piñera recibió un porcentaje del restaurante El Rodizzio, del que Castro era dueño, y así recuperó su inversión.
Pero no todos corrieron la misma suerte. En el proceso aparece declarando un mozo de El Rodizzio. Al comienzo, según el garzón, todo funcionó: obtenía dividendos mensuales de su inversión inicial de 300 mil pesos. Pero al poco tiempo, cuando quiso depositar los cheques, fueron protestados.
“Ramos partió con el sistema, pero Castro, con su personalidad exuberante, se fue quedando con todo el negocio”, recuerda el ex policía Luis Henríquez.
El siguiente paso de Castro fue cambiarle el nombre a la financiera. En un momento que el proceso judicial no clarifica, ni que el mismo Castro recuerda, pasó de llamarse “El Sistema” a “La Cutufa” en honor a su perra –San Bernardo– regalona, “Patufa”. Los querellantes relatan que se enteraban de su existencia en reuniones sociales, cumpleaños y matrimonios. “La Cutufa” llegó a tener clientes incluso en regiones. Cientos de militares veían en ella una manera de aumentar sus bajos ingresos. Otros llegaron a colocar sus jubilaciones y desahucios, los que finalmente perdieron.
Camus cuenta que en la investigación judicial Libedinsky reunió como prueba 30 mil cheques, en su mayoría protestados o con orden de no pago. De esos, Castro solo reconoce 1.500. Pero también dice: “Un talonario de 100 me duraba 15 días”.
La CNI y Sichel
Aún estando en la CNI, Castro no paraba en su tarea de captar clientes para la financiera ilegal. En esa época, además, tenía una activa vida nocturna y social. Pese a que estaba casado con Lucía Campeny, hija de un acaudalado dueño de varias panaderías, seguía coqueteando fuera de su matrimonio. Así fue como en 1984 conoció a una hermana del empresario Silvio Aurelio Sichel Garcés.
Usando la chapa de “Felipe Errázuriz”, cayó muy bien en la familia. Rápidamente llegó a hacerse amigo y socio de Sichel, dueño del restorán El Rodizzio. Pero el engaño de su nombre duró poco.
A Sichel, sin embargo, no le importó lo de su identidad, ni menos que fuera de la CNI. Aurelio, un italiano de buena pinta, karateca, deportista y mujeriego, sentía admiración por todo lo que oliera a dictadura y eso incluía a la policía política de Pinochet.
Castro recuerda que Sichel “quería subirse a un auto con baliza y sirena, quería conocer un cuartel de inteligencia por dentro. Quería conocer a Álvaro Corbalán. Quería conocer a Humberto Gordon [director de la CNI entre 1980 y 1986]. Quería conocer a Pinochet. Y qué mejor vínculo que conmigo. Yo tenía acceso a todo eso”.
Así fue como el agente tardó poco tiempo en crear un fuerte lazo con el empresario gastronómico. Como era natural, le presentó a Gastón Ramos y Sichel se enteró de la existencia de “La Cutufa”. El italiano quiso invertir. Y cuando su esposa, Isabel Margarita Pizarro, le advirtió que tuviera cuidado, Sichel argumentó que era un sistema confiable, pues los clientes eran economistas, empresarios y miembros del alto mando del Ejército.
“Aurelio se volvió loco con todo lo que Castro traía consigo. La dictadura, la CNI, ‘La Cutufa’, su carácter, todo”, dice un amigo de Sichel que prefiere mantener su nombre en reserva.
A fines de 1986, el “Pelao” –como sus cercanos llamaban a Aurelio Sichel– ya tenía la franquicia para instalarse con el restaurante El Rodizzio en Apoquindo (el primero estuvo en Bellavista). Estaba seguro de su éxito y el tiempo le dio la razón: su local se convirtió en una mina de oro. También en un lugar donde la CNI pasaba las noches después de los operativos, en los tiempos en que el resto del país vivía bajo el toque de queda.
Su amistad con Castro se estrechó al punto de que en 1987 le ofreció ser socio en su restorán y compartir tareas. Castro había decidido dejar el Ejército y dedicarse por completo a los negocios. La dupla llegó a tener tal complicidad, que arrendaban un departamento en el sector alto de la capital, donde llevaban a sus conquistas pasajeras. Castro bebía vodka tónica y Sichel, que era deportista, se permitía a veces tomar caipiriñas. “Un día cualquiera iban a una compraventa de autos y salían cada uno manejando un Mercedes Benz sin fijarse en su precio”, cuenta el amigo de Sichel citado más arriba.
Incluso, El Rodizzio ya tenía una sede en Viña del Mar. Hasta allá llegó el jefe operativo de la CNI, Álvaro Corbalán. Y Corbalán se hizo amigo de Sichel, lo invitó a fiestas en su casa, mientras que el italiano le pedía a sus garzones que guardaran los restos de carne de su restorán para que Corbalán se los llevara a los perros que cuidaban su casa en el exclusivo sector de El Arrayán, en Lo Barnechea.
Mientras Sichel alucinaba con el ofrecimiento de Corbalán de convertirse en profesor de karate de Avanzada Nacional –el naciente partido que lideraba el jefe de la CNI desde las sombras–, Castro había convertido El Rodizzio de Apoquindo en su oficina para promover “La Cutufa”.
Según el libro de María Eugenia Camus, Castro se había puesto selectivo. Avanzado 1987 ya tenía unos 300 clientes (llegó a atender hasta 20 por noche) y no aceptaba inversiones menores a un millón de pesos. Los citaba al restaurante, donde atractivas mujeres bebían whisky abierto especialmente para la ocasión con los potenciales nuevos “inversionistas”. Después de todas esas atenciones, a Castro no le quedaba más que abrir el maletín y anotar los nombres y los montos de sus flamantes “socios”. Castro no recuerda con precisión el dinero que ganaba, pero reconoce que podía bordear los 9 millones de pesos mensuales de la época. Incluso más.
Nunca se comprobó si Corbalán tuvo alguna relación con “La Cutufa”, aunque Castro dice que habría sido imposible por lo “tacaño”. Pero lo cierto es que en esa época el jefe operativo de la CNI también había pensado en emprender y recibió un préstamo del Banco del Estado, presidido por el fallecido economista Álvaro Bardón, por un millón de dólares y sin condiciones. Con ese dinero Corbalán creó la empresa de transportes Santa Bárbara, que se dedicaría a trasladar -con 20 camiones Volvo- restos de cobre de Chuquicamata y El Salvador. La posterior quiebra fraudulenta de la empresa fue, al igual que “La Cutufa”, uno de los primeros escándalos financieros que protagonizaron agentes de Pinochet.
En el entorno familiar de Sichel siempre quedó la duda de si alguna vez el empresario estuvo ligado a la empresa de Corbalán, quien nunca aparecía en las escrituras porque usaba “palos blancos”.
Para ese entonces, según cuenta Camus en su libro, Sichel se había hecho tan cercano a Corbalán que este lo llevó una vez a un acto de Pinochet en el estadio La Tortuga de Talcahuano, donde pudo ser escolta durante una jornada y cumplir su sueño. Castro recuerda que, en ocasiones, el general Pinochet organizaba cenas y Sichel hacía todo lo posible para agradarlo. “Se ponía humita y le llevaba El Rodizzio a domicilio”, recuerda.
Poco a poco la CNI y “La Cutufa” comenzaron a relacionarse cada vez más. En el proceso, el organismo de inteligencia aparecía como un actor principal en la financiera. Así, los detectives que investigaron junto al ministro Libedinsky, tuvieron acceso a nombres como el del general Gustavo Abarzúa, último director de la CNI, estrecho colaborador de Pinochet e inversionista de la “La Cutufa”. Dentro de la lista, primero como cliente y luego como captador, también aparecía Enrique Cowell, que había formado parte del estado mayor de la DINA y cumplido funciones en la CNI.
También surgió el nombre del general Jerónimo Pantoja, subdirector de la CNI, quien estuvo ligado al director de la DINA, Manuel Contreras. Otro insigne cliente era Enrique Leddy, jefe de la CNI en regiones. En 2009 Leddy fue condenado por el crimen del vocero del MIR, Jécar Neghme. Y el mismo Patricio Castro, quien hasta hoy es acusado por los familiares de los dirigentes del MIR Rogelio Tapia y Raúl Jaime Barrientos, por su supuesta responsabilidad en sus asesinatos, en la llamada Operación Alfa Carbón 1 o Albania Sur, antecedentes que hasta hoy la justicia no ha comprobado. En esos tiempos, según una publicación de CiperChile, Castro actuaba con las chapas de “B.J.”, José Luis Sierra Alta Suárez o Juan Pablo Letelier. De sus tiempos de CNI tienen recuerdos también los socialistas Ricardo Solari, Marcelo Schilling y Ricardo Lagos. Los dos primeros han afirmado que fueron detenidos e interrogados por él, mientras que la oficina del hoy ex Presidente fue allanada por Castro en los ‘80.
Una de las tantas teorías que se manejaron en aquella época fue que “La Cutufa” habría sido creada por agentes de la CNI para asegurarse un cómodo pase a retiro en caso de fin de la dictadura.
El asesinato del empresario
Castro no paraba. En el restaurant de Sichel abría su maletín a las 12 de la noche y lo cerraba a las 6 de la mañana. “Con El Rodizzio a la espalda, con esa infraestructura que tenía, ¿quién no te iba a creer?”, dice Castro hoy. Pero al empresario gastronómico eso comenzó a disgustarle. Para zanjar el problema, acordaron que Castro tuviera una oficina frente al local, en el Caracol VIP’S en Apoquindo. Con todo, las cosas entre ellos ya se habían enturbiado, al punto de que en marzo de 1989 deshicieron su sociedad. Patricio Castro quedó como dueño del Rodizzio de Apoquindo.
Sichel olfateaba que la noche le caería a los militares. La dictadura había perdido el plebiscito de 1988 y se avecinaba la elección presidencial de diciembre de 1989, para la que Patricio Aylwin se perfilaba como claro favorito frente a un debilitado Hernán Büchi, el candidato del régimen. A ojos de Sichel, “La Cutufa” había funcionado al amparo del Ejército. Si el régimen iba a perder el poder, era hora de exigir de vuelta su inversión y sus ganancias en la financiera ilegal.
Hasta hoy no se sabe cuánta plata invirtió Sichel en “La Cutufa”, pero se llegó a decir que era uno de los clientes que más capital había aportado. Las cifras extraoficiales hablaban de 200 millones de pesos, aunque luego la justicia estableció que el monto no superaba los 50 millones.
Pero Sichel comenzó a tener dificultades para recuperar su dinero. Su esposa le pidió que lo diera por perdido y comenzaran nuevos emprendimientos. Pero él estaba empecinado. Le había dicho a Isabel Margarita que exigiría hasta el último peso invertido. Eso sí, había una dificultad: ni el ideólogo de la Cutufa, Gastón Ramos, ni quien había llegado a ser su amigo y socio, Patricio Castro, le respondían el teléfono. Sichel tuvo entonces una reunión con Corbalán.
Diez días antes de ser asesinado, recibió una citación del jefe operativo de la CNI, quien lo contactó a través de uno de sus escoltas. Isabel Margarita nunca se enteró del tenor de la charla con el “Faraón”, como le decían a Corbalán, pero notó que su esposo estaba preocupado. Ella optó por irse junto a sus hijos a descansar al balneario de El Tabo y Sichel se quedó solo en su casa en Santiago.
A quien quisiera oírlo Sichel decía que había impuesto un ultimátum. Si no le entregaban su dinero en 48 horas, hablaría. No sólo revelaría el funcionamiento del “sistema”, sino que contaría a la prensa detalles sobre operativos de la CNI que había escuchado en las mesas de su restorán. Según el libro de María Eugenia Camus, Sichel había tenido en su poder una cinta donde aparecía uno de esos operativos y estaba dispuesto a denunciarlo.
La misma noche en que murió, el 19 de julio de 1989, ya se habían cumplido 24 horas de que su plazo fatal había expirado. Ese día se reunió con Castro y con uno de sus amigos más cercanos. La cita fue extraña. Se juntaron a comer, pero Castro parecía apurado, incómodo: pidió una bebida y se fue rápido. Horas más tarde, cuando el italiano regresó a cerrar El Rodizzio conversó con su amigo y le dijo que se fueran juntos a su parcela en Casas Viejas, camino a Las Vizcachas, pero él le contestó que no podía.
Sichel llegó en la madrugada a su casa. Se bajó de su Mercedes Benz modelo 280 para abrir el portón y a las 05:30 horas fue atacado por la espalda. Extrañamente, el cuidador que vivía en el mismo terreno no estaba. Sus fieros perros de raza estaban amarrados y no salieron a recibirlo. No se escucharon los cuatro disparos que recibió. Las armas utilizadas tenían silenciador. Los diarios de la época informaron que Sichel había recibido un tiro en la espalda, otro en la nuca y dos en el tórax.
El diario La Época vinculó a Sichel con la CNI y con Avanzada Nacional.
Semanas después comenzó a asomar, poco a poco, la idea de que el crimen podía estar vinculado a una financiera ilegal. Sichel era, según los medios, uno de los socios mayoritarios.
Matar “de a tres”
El ex policía Luis Henríquez sostiene que varias pistas hacían suponer que las huellas de la CNI estaban en el crimen, lo que nunca se pudo probar. Sin embargo, recuerda que uno de los informantes que colaboró con la policía en ese tiempo, el ex agente Francisco Zúñiga, “El Gurka”, le había hablado que la CNI usualmente mataba con tres agentes. Conocido por su crueldad con los detenidos, Zúñiga sabía de lo que hablaba: había participado en distintos operativos, como el asesinato del carpintero Juan Alegría Mondaca en Valparaíso, en 1983, y la Operación Albania, en 1987. “El que dispara primero dice ‘yo no lo maté, lo dejé herido’. El segundo dice ‘le disparé a uno que ya estaba herido’. Y el tercero dice ‘yo le disparé a un cadáver’. Y así operaban”, cuenta Henríquez.
En 1991 “El Gurka” Zúñiga fue encontrado muerto, con un balazo en la cabeza, lo que se atribuyó a un suicidio.
Con la ayuda de su abogado, Gastón Ureta, en poco tiempo la viuda, Isabel Margarita Pizarro, se atrevió a denunciar públicamente que tras la muerte de su marido estaba la CNI. “Sichel andaba armado, tenía perros bravísimos, era karateca y un buen tirador. Entonces, es obvio que las personas que se le acercaron eran conocidos, por eso no se defendió. ¿Quién en ese tiempo tenía la posibilidad de matar a Aurelio Sichel con un arma con silenciador?”, reflexiona Henríquez.
Horas después del asesinato, según el proceso de “La Cutufa”, Castro ordenó descerrajar el escritorio que Sichel tenía en el Rodizzio y un equipo de la CNI hizo lo propio en la casa del empresario en Las Vizcachas.
Así, la bola de nieve se fue desarmando. Y al leer la información en la prensa, los inversionistas de “La Cutufa” comenzaron a llamar a Ramos y a Castro, para recuperar sus dineros. Los socios, claro está, no respondían. Castro lo recuerda: “Cuando comenzaron mis amigos a pedirme platas para retirar, yo llamaba a Gastón Ramos y él me decía ‘mañanaaa’, como la canción de Lucho Jara. Después fui a verlo a su casa, hablé con su señora y me dijo que se había ido a entregar a la Fiscalía Militar. ‘¿Y por qué?’, le dije yo. ‘Porque debía mucha plata’, me respondió. ‘¿Y la mía?’, le pregunté”.
El crimen de Sichel nunca se aclaró y el Ejército viviría momentos complicados. El alto mando estaba involucrado en la financiera ilegal y Pinochet, enfurecido, ordenó un sumario que terminaría con cuatro generales salpicados, entre ellos, los ex directores de la CNI Hugo Salas Wenzel y Gustavo Abarzúa, además de otros 16 oficiales. En medio de la investigación, la jueza a cargo, Mónica Tagle, apareció calcinada en su auto, un Renault 9, a cuatro kilómetros de la parcela de Sichel. Se dijo que había sido un suicidio.
Cuando Castro se vio acorralado, con su socio Ramos confeso, huyó a Paraguay, con una identidad falsa. Sabía bien cómo operaban los suyos y temía por su vida.
Era 1990 y había retornado la democracia a Chile. Horacio Toro, nuevo director de Investigaciones, tenía entre sus misiones cortar todo vínculo con la CNI, la que a su vez fue disuelta. Para la policía civil, la captura de Castro era una suerte de prueba de la blancura: demostraría si era o no capaz de perseguir, en democracia, a agentes con los que había trabajado de manera estrecha en dictadura.
El abogado Jorge Morales, ex asesor jurídico del entonces director de Investigaciones, viajó con la comitiva policial a buscar a Castro a Paraguay. En Asunción, recuerda Morales, las autoridades les dijeron que el ex agente sería expulsado y que lo traerían de vuelta a Chile en un vuelo comercial. Castro viajó con una peluca y fue sacado en del aeropuerto en medio de un operativo para distraer a la prensa. “Además de la necesidad de traerlo por la investigación, tenía un valor simbólico: había una capacidad del Estado chileno de investigar delitos graves y de detener a personas que aparecían involucradas en ellos, delitos graves asociados a la dictadura”, recuerda Morales.
El caso terminaría con varios oficiales procesados, entre ellos Castro y Ramos, por infracción a la Ley General de Bancos. En 1998, cuando la Corte Suprema rechazó los recursos interpuestos por Castro, confirmó la sentencia y lo condenó a tres años y un día (le reconoció los 343 días que había estado preso).
El agente se recicla
Luego de cumplir la condena, cinco años después de que La Cutufa explotara como escándalo, Patricio Castro se instaló con un minimarket en una población en Rinconada de Maipú. Ahí lo conoció, a mediado de los ‘90, el ex jefe de la Brigada de Derechos Humanos de la PDI, Sandro Gaete, cuando trabajaba como detective en un procedimiento debido a un robo que había sufrido el retirado capitán.
“Nos llamó la atención porque manejaba completamente la situación, le ordenaba a los carabineros cómo tenían que proceder. Él estaba enojado y era prepotente, estaba muy molesto. Recuerdo que en plata de ahora le robaron como 50 millones de pesos”, dice Gaete. El monto sorprendió a los detectives, ya que el minimarket estaba en una zona de clase media-baja y era muy poco surtido.
Gaete recuerda que comenzó a preguntar para saber el origen del dinero, pero Castro se enfureció: le dio una tarjeta con el rótulo de militar en retiro. “Ahí hice el link con ‘La Cutufa’ y pude entender su molestia por las preguntas que le estábamos haciendo”, cuenta Gaete.
En 2004, Castro se enredaría nuevamente con la justicia, en un caso denominado por la prensa “La Cutufa II”, de similar funcionamiento. Dos años después, también se vio involucrado en el bullado caso Publicam, de ventas de facturas falsas para la rendición de gastos electorales. Castro, como reconoce su amigo y abogado en algunos casos, Marcelo Jadue, era cercano a Juan Meyerholz, cerebro de la empresa involucrada y a quien Castro le cambiaba cheques.
Jadue lo conoce bien. Fue su abogado por años y testigo del día en que intentó ingresar a tribunales en el portamaletas de un auto. Así quería burlar la detención de los detectives que lo seguían, cuando estaba prófugo luego que se le otorgara la libertad bajo fianza por “La Cutufa II”. En rigor, Castro debía seguir preso por el caso de “La Cutufa”, pues no había pagado una indemnización. Gaete, que participó en ese operativo, recuerda que el ex CNI quería evitar el proceso de filiación, con la toma de huellas dactilares y las fotos. Pero el juez se enfureció tanto con su treta que él mismo lo entregó a los detectives, para que cumpliera con el trámite.
Jadue dice que su amigo siempre ha sido un vividor. Salían juntos al ex cabaret Maeba, en Vitacura, y gastaban fortunas. “Entre el 90 y el 2000 fueron los años más intensos. No pensábamos en nada más que en jarana. Yo vivía solo y él también. Los dos teníamos buenos ingresos. Gastábamos mucho dinero”, recuerda Jadue, quien terminó internado en una clínica para tratarse su adicción a las drogas y al alcohol. Para graficar la vida que llevaban, el abogado hace un símil con la última película de Martin Scorsese, El Lobo de Wall Street.
Pero ha pasado el tiempo y Castro asegura que ya no es el mismo. Hoy, junto a su pareja, con quien tiene 20 años de diferencia, vive en una parcela en Colina y tiene una empresa de seguridad y aseo. Dice que sale solamente los viernes y hasta las tres de la mañana en punto. Su cuerpo, explica, ya no soporta trasnoches como los de la dictadura.
El detective Sandro Gaete, quien no lo ve hace años, cree que la gran diferencia de Castro con otros CNI es una empatía que le permite seducir a las personas. “Eso lo vi en los cambios bruscos que tenía en su personalidad. Podía pasar muy rápido de una molestia a un trato amable, realmente encantador, simpático. Una habilidad que no tienen otros. Típico de un estafador”.